RAÚL RUIZ Y LA DECONSTRUCCIÓN DE LA TEORÍA DEL CONFLICTO CENTRAL
por Adolfo Vásquez Rocca

Introducción

* Este texto corresponde a la Conferencia de igual título dictada por el profesor Adolfo Vásquez Rocca, en el marco de un Simposio Interestamental en torno a la figura de Raúl Ruiz organizado por las universidades de Valparaíso. Aquí se aborda de modo sumario tanto las propuesta ruiziana de una Poétique du cinema, así como la deconstrucción de la teoría del conflicto central, la cual comporta una revisión de la crítica al teatro antiguo y la defensa del teatro moderno hecha por Bernard Shaw y por Ibsen. También, en un apéndice, se fundamenta la tesis de la abstinencia volitiva mediante la revisión de textos fundamentales de Arthur Schopenhauer.

** Dado que en su Conferencia el profesor Vásquez Rocca contó con el realce de la presencia del mismo Raúl Ruiz, con quien sostuvo una críptica, aunque no por ello menos interesante y amena conversación, se ha decidido incorporar al texto definitivo las valiosas puntualizaciones que el cineasta fue realizando bajo la forma de diálogo durante la ponencia. Sólo, por razones de estilo, no se incorporaron la serie de anécdotas y eruditas observaciones que Ruiz empleó para ilustrar su original y lúcido pensamiento sobre el arte cinematográfico y sobre la cultura en general, quedando estas cuestiones reservadas para una publicación, actualmente en prensa, bajo el patrocinio de Ediciones Universitarias de Valparaíso S.A.

I

Para nadie en el ambiente cinematográfico fue sorpresa cuando Raúl Ruiz, radicado en París, a fines de la década del ochenta era galardonado con un “premio” especial, recibido por pocos cineastas en la historia del cine mundial: Cahiers du Cinéma, la mítica revista de cine francesa, representativa del nivel más avanzado entre la crítica europea, venía a dedicar un número entero a Ruiz. Homenaje sin duda, al cineasta “francés” más importante del momento, el único que está planteando líneas renovadoras en un arte reducido a un grupo de grandes clásicos (Rohmer, Bresson, Godard), pero que ha sido escaso en nuevos autores.

Cahiers du Cinéma: El caso Ruiz

A manera de tributo a este maestro del cine postmoderno, que pese a ello, es –a la vez considerado un clásico he querido incluir la traducción del prefacio del número especial de la revista Cahiers, escrito por el redactor en jefe, Serge Toubiana, y titulado “El caso Ruiz”; el texto es el siguiente:

“Un número entero consagrado a un cineasta, eso no se veía desde hacía tiempo en los “Cahiers”. Recordamos sí el especial Eisenstein en 1971, el número 300 de Godard y los “fuera de serie”: Welles, Pasolini, o Hitchcock. Ahora es el turno de Raúl Ruiz, el cineasta más prolífico de nuestro tiempo, aquel cuya filmografía es casi imposible establecer, por lo diversa y multiforme que resulta ser su producción desde hace más de veinte años. Raúl Ruiz, un cineasta que navega entre Lisboa, Rótterdam y París, lejos de su lugar de partida, Santiago de Chile, donde no se siente a gusto para vivir.

Es un cineasta cuya manera de producir es de una elasticidad sin igual: desde un pedido para televisión a pequeñas producciones regionales o locales (en el extranjero o en Francia), siempre manteniendo una actividad casi regular en el INA (Instituto Nacional Audiovisual), donde él hace funcionar un mini-laboratorio de “nuevas imágenes”, como lo hacía Mélies, por ejemplo; a esto debe agregarse su actividad académica, como Profesor visitante de Cine en la Universidad de Harvard y como conferencista en las más importantes universidades de Europa y los Estados Unidos.

Todo el cine de Ruiz es un cine “torcido”, porque es visto a través de curiosos prismas, siempre desnaturalizando la perspectiva clásica: un cine de “tuerto” (que es el título de una de sus películas). Así como cada plano ruiziano lleva una marca, una cifra, o un secreto (un poco como Welles, y los más grandes), una torsión, él propone ejes de toma de vista imposibles, utiliza todos los trucos; la banda sonora a su vez es polifónica, multilingüe, resuena con tantos acentos diferentes como co-producciones o personajes hay en la ficción.”

II

Raúl Ruiz ha configurado con su filmografía un universo poético de sensibilidad barroca. Su cine nace de una continua reflexión acerca del lenguaje y los modos narrativos del cine, así como de su gusto por la experimentación.

Aquí cabe una advertencia inicial: el lenguaje de Ruiz ha sido tomado con excesiva seriedad, tal vez debido a que en sus películas poca gente ríe. Pero no nos engañemos, son obras cargadas de un humor corrosivo que desafía las convenciones más persistentes. Detrás de la lógica narrativa y la Poética que me propongo analizar subyacen algunas bromas. Esto no debe sorprendernos, dado que autores como Buñuel o Welles, que trataron de enunciar los problemas de los que ocuparemos, fueron considerados como bromistas.

Ahora bien, se sabe no obstante que toda broma enmascara un problema serio. Tal vez por ello Wittgenstein, filósofo paradigmático de los juegos de lenguaje y los nuevos contextualismos, a los que Ruiz es tan cercano, propone, con toda seriedad, que un tratado de Filosofía bien puede estar constituido sólo por chistes o sólo por preguntas.

Expongamos el primer enunciado de esta teoría: “Una historia tiene lugar cuando alguien quiere algo y otro no quiere que la obtenga. A partir de ese momento, a través de diferentes digresiones, todos los elementos de la historia se ordenan alrededor del conflicto central”.

Para decirlo sumariamente y de paso develar uno de los supuestos ideológicos en los que se funda la teoría del conflicto central, digamos desde ya que el cine de Ruiz refuta o, si se quiere, deconstruye (en una maniobra de desmantelamiento) algunas tesis epistemológicas, como la creencia en un mundo armónico y en una sola historia posible para el universo -al modo determinista. El cine de Ruiz, sin ser un cine de tesis, según intentaré mostrar, es un cine postmoderno. En sincronía con este “momento postmoderno”, que implica articular relatos que podrían ser excelentes ilustraciones de las más contemporáneas teorías semánticas, como la de Kripke acerca de los mundos posibles, el cine de Ruiz se emancipa de las pretensiones de los “grandes relatos”, de las ideologías totalizadoras derivadas de la voluntad de sistema. En su cine subyace más bien una fascinación por las aparentes “pequeñas historias”; un rechazo del racionalismo de la modernidad en favor de un juego de signos y fragmentos, de una síntesis de lo dispar, de dobles codificaciones.

En el cine de Ruiz se deja entrever la transformación estética de la sensibilidad de la Ilustración por la del Cinismo contemporáneo. Donde la ironía –pensemos en Rorty3– es una de las claves hermenéuticas para aproximarse al cine de Ruiz y entender los constantes “guiños” que está haciendo al espectador. Donde había una moral de la linealidad y univocidad –esto, en el marco de la lógica narrativa-, Ruiz introduce pluralidad, multiplicidad y contradicción, duplicidad de sentidos y tensión en lugar de inerciales códigos narrativos, tiranizados por el principio de identidad y de no contradicción (preconizados por la Lógica de Aristóteles), el cine de Ruiz se abre al “así y también asá” en lugar del unívoco “o lo uno o lo otro”, elementos con doble funcionalidad, cruces de lugar en vez de unicidad clara. Para decirlo con un artefacto de Parra “Ni sí ni no, sino todo lo contrario. El último reducto posible para la filosofía”4, en este caso para el cine, después de la decretada muerte del cine.

Volvamos al curso, de nuestro desarrollo; habíamos tomado un cruce.

La teoría del conflicto central tiende a hacernos creer que el mundo tiene una cierta armonía y que esta armonía es alterada por la violencia de la voluntad de atacar a otro para conseguir algo.

Yo quiero algo, si quiero algo trato de hacerlo, siempre alguien se opondrá, yo me llamo protagonista, el que se opone se llama antagonista; luchamos, esta lucha se agudiza, mientras más se agudiza todo lo que pasa en torno a la película u obra de teatro se va concentrando. Uno se va interesando en esto, uno quiere saber si ganará uno u otro (como en un partido) y finalmente gana uno; para esto, claro está, hay un complejo sistema de normas acerca de curvas de crisis, de clímax, etc.

Ahora bien ¿dónde está el origen de todo esto? El origen ideológico-estético de la teoría del conflicto central puede encontrarse a fines del siglo XIX en la crítica al teatro antiguo y la defensa del teatro moderno hecha por Bernard Shaw y por Ibsen.

Esta teoría se convierte no sólo en el esquema de toda narración teatral, sino también en el esquema que impera en todas las formas de ser del hombre moderno; y aquí ocurre algo curioso: se ha llegado al punto en que los sistemas narrativos están influyendo en la manera de ser y de actuar de la gente; la gente se inspira en las películas para hacer cosas.

Hemos llegado a un punto en el que el arte, y en particular el cine, ha vuelto a cumplir la función que alguna vez tuvo: la de engendrar formas de vida; no sólo individuales, sino colectivas e institucionales, en tanto configura no sólo un discurso, sino también una fuerza productora de “realidades” o al menos de relatos. Lo que en el marco constructivista es más o menos lo mismo: “La realidad es una narrativa exitosa”.

Ortega, por su parte, en “El Origen Deportivo del Estado”, señala que los hombres jóvenes, que son activos y enérgicos luchan, compiten; de esto surge un cierto interés por el deporte; luego, una vez cuando los hombres fijan ciertas reglas de esos deportes y esos deportes son todos el mismo y a la misma hora, eso se llama obra de teatro, cuadro, se llama música; y de ahí cuando se retira el placer –lo lúdico-, el sentido de la fiesta, ahí aparecen las Instituciones jurídicas y aparece el Estado. Hoy, frente a cierta decadencia de los estamentos del Estado, podríamos decir que, si bien al parecer nuestras instituciones han nacido de ciertas películas, de seguro que estas no han sido las mejores.

Por ahí se comienzan a entender las razones por las cuales Ruiz ha militado queriendo cambiar la estructura narrativa del cine -su lucha contra la teoría del conflicto central. La primera razón es que éste no es un problema trivial y tiene relación directa con el ethos del hombre que vive en una cultura y que se nutre de cierto cine -de paso digamos, si es que no se ha advertido, que la teoría del conflicto central se corresponde con la ideología norteamericana- y con el modo como surge o se producen las instituciones que dan forma a nuestra sociedad occidental.

Lo que he querido mostrar hasta ahora –sin estar seguro de haberlo logrado- es que el cine de Ruiz, cuyo conflicto central es su lucha con la teoría del conflicto central, supone una mirada sobre la alienación, mirada que no sólo asume la forma de profunda crítica social, sino que también revisa, con vistas a desmantelarlas, las bases epistemológicas en que se funda el proyecto racionalista de la modernidad.

La teoría del conflicto central, podemos agregar, excluye de igual modo las así llamadas escenas mixtas: una comida ordinaria interrumpida por un incidente incomprensible -sin razón ni rima, sin consecuencia- y que terminará en algo desconcertantemente trivial. Peor aún, no hay ahí lugar para escenas compuestas de sucesos “en serie”, varias escenas de acción se suceden, sin por ello continuarse en la misma dirección.

Los orígenes de esta teoría –la del Conflicto Central- se hallan en Henrik Ibsen y Bernard Shaw, aunque en rigor es posible rastrearla hasta el mismo Aristóteles. Los alcances de la misma nos aproximan a dos concepciones filosóficas, a las que Ruiz llama ficciones. La una es la concepción en la que el mundo se construye a fuerza de choques que afectan al sujeto cognoscente, y en la que el mundo no es sino un conjunto de colisiones. La otra ficción filosófica implícita en la teoría del conflicto central remite a la dialéctica de Engels, según la cual el mundo es un campo de batalla en el que se enfrentan tesis y antítesis en busca de una síntesis común.

Como se ve, ambas teorías van en el mismo sentido y apuntan a lo que se podría llamar una “presunción de hostilidad5”. Del principio de hostilidad constante en las historias cinematográficas resulta una dificultad suplementaria: la de obligarnos a tomar partido.

La teoría del conflicto central produce una ficción deportiva y se propone embarcarnos en un viaje en el que, prisioneros de la voluntad del protagonista, estamos sometidos a las diferentes etapas del conflicto en el cual el héroe es a la vez guardián y cautivo. Al final, somos puestos en libertad, entregados a nosotros mismos, sólo que algo más tristes que antes y sin otra idea en la cabeza que la de embarcarnos lo antes posible en otro crucero.

III

La teoría del conflicto central y las normas del cine norteamericano.
La teoría del conflicto central y lo que de ella se deriva está, según Ruiz, relacionado con ciertas discusiones sobre el determinismo y la libertad, la posibilidad de un individuo de escoger su propio destino. El mundo no es un puro conjunto de hechos de voluntad. Siempre hay un juego entre lo que uno quiere y los accidentes. El que tiene en cuenta el azar y es capaz de equilibrarlo con la voluntad, puede dar un cine muy distinto del norteamericano, en el que sólo juega la voluntad. Hay un cine, también, que hace exactamente lo contrario del cine norteamericano: viene del folletín del siglo diecinueve, que conocemos pervertido en las telenovelas, que constituyen una lógica narrativa alternativa. Allí en el folletín, dada una situación, se hacen las inferencias, se sacan las consecuencias. La gente debe interesarse en cómo van a pasar las cosas pero ya conoce el final.

Kafka, que es la versión abstracta de este sistema, es lo mismo: se sabe ya que el agrimensor nunca llegará al castillo.

Si volvemos al cine, en particular al género del melodrama, donde Fassbinder, aún siguiendo a los maestros como Douglas Sirk, supo imponer su sistema narrativo, sus obsesiones y sus demonios, podemos decir que encontramos un esquema similar -por cierto propio del melodrama-, el sentimiento de fatalidad, que convierte en vana agitación la lucha de sus personajes para evitar desenlaces que ya están decididos. Desenlaces de un drama previamente inmovilizado: donde el conflicto es mera ilusión.

Ahora bien, el feroz apetito de este concepto depredador va mucho más allá y constituye un sistema normativo. Una lógica como moral de la realidad o en último término de la narratividad. Sus conceptos han invadido la mayor parte de los centros audiovisuales; posee sus propios teólogos e inquisidores, así como su policía del pensamiento y la creación. Desde hace algún tiempo toda ficción que contravenga aquellas reglas será juzgada como condenable.

Sin embargo no hay equivalencia entre la teoría del conflicto y la vida cotidiana.

Es cierto que la gente se bate en pugnas y entra en competencia; pero la competencia no tiene la capacidad de concentrar en torno a ella la totalidad de los sucesos que le conciernen, no posee tal peso gravitatorio.

Examinemos la cuestión, veamos el tema de la elección; se trata de escoger –la paradoja de la libertad en Sartre. No nos queda más que escoger; actuar; el personaje no puede cancelarse y volver a su casa, en cuyo caso no habría historia.

Pero el problema es más complejo, no es sólo cómo se constituye la historia a partir de la elección, sino si hay más de una historia posible para el universo, en este caso. (Cuestión que también –si seguimos a Schopenhauer6- es una ficción, dado que la pregunta decisiva que aquí se impone es si podemos querer -en el sentido de elegir- lo que queremos).

Ahora bien, son, precisamente, los problemas que tocan a la elección y a la decisión los que preceden a las confrontaciones articuladas a partir del conflicto central. De modo que deconstruir la teoría del conflicto central supone, previamente, haberse hecho cargo de la cuestión de la decisión.

Comencemos por preguntarnos si acaso es concebible una historia sin centro ni punto de decisión.

Esta especie de huelga de acontecimientos7 –o desdramatización de la realidad– proviene tanto del desmantelamiento de la teoría del conflicto central, como del tratamiento recursivo de la cuestión de la decisión en la postmodernidad, en lo cual cabe reconocer una deuda fundamental con las ideas de Shopenhauer, quien, al igual que Nietzsche, constituye un antecedente temprano y fundamental de la postmodernidad.

Veamos el problema de la elección. En la elección se trata de escoger o decidir ante una o más alternativas, pero no es acaso posible una historia que no comporte ninguna elección y, con ello, no sólo el rechazo a elegir, lo que constituiría ya una elección, sino la total indiferencia o abstinencia volitiva.8

Comencemos por preguntarnos si acaso es concebible una historia sin centro ni punto de decisión.

Veamos el problema de la elección. En la elección se trata de escoger o decidir ante una o más alternativas, pero no es acaso posible una historia que no comporte ninguna elección y, con ello, no sólo el rechazo a elegir, lo que constituiría ya una elección, sino la total indiferencia o abstinencia volitiva.9

Una curiosa variación musulmana del tema de la alternativa, planteado ya por Shopenhauer en su Opúsculo sobre la libertad10, puede ser expuesta del siguiente modo. A fin de escoger, requiero primero escoger-escoger. Y a fin de escoger-escoger, debo escoger-escoger-escoger. Cuando hay alternativa, puedo pretender hacer de ella una especie de pozo sin fondo o, como lo llamaría Shopenhauer, un argumento de la razón perezosa. Otro problema, algo más práctico, consiste en saber cuántas opciones necesitamos para elegir. Aceptemos que necesitamos dos, y supongamos que en nuestra historia, al final de cada episodio, hay una alternativa entre dos opciones, y que cada elección sea una nueva, independiente de toda estrategia global; ahora bien, ¿qué decir de una historia que no comportara ninguna elección y no solamente el rechazo de elegir? (como Hamlet ante el dilema de vengar a su padre y hacer a su madre desgraciada). Al respecto cabe también hacer mención de otro tipo particular de historias, a saber, las historias sin elección o, al menos, con elección incierta. Como Bartleby, el héroe de la novela11 homónima de Melville. Su leitmotiv, “preferiría no hacerlo…”, fue el slogan de toda una generación.

En este bestiario de no decisiones no es posible dejar de incluir a una facción muy particular. Se trata de los politólogos rusos y norteamericanos que desarrollan una teoría abstencionista, la “Teoría de la resolución de conflictos”. En esta teoría la intervención se produce antes del conflicto, a fin de neutralizarlo. El método aplicado toma la forma de varios “conflictos de distracción” que tienen por tarea disolver y hacer olvidar el conflicto principal.
Finalmente, una última consideración en torno al tema de la decisión, y una confesión.

Parafraseando a Ruiz, cabe decir que cada decisión esconde otras más pequeñas –puede ser cínico o irresponsable– pero no puedo dejar de pensar que al tomar una decisión –por ejemplo, la de encontrarme aquí frente a ustedes– esta misma esconde una serie de otras decisiones que nada tienen que ver con ella. Mi decisión es un disfraz y tras ella reina la indeterminación, lo aleatorio y azaroso. Para ser franco, había decidido no venir hoy y, sin embargo, ya me ven, me encuentro entre ustedes.

IV

Polisemia visual, plan secreto y sinfonía dramática

El universo narrativo ruiziano que me he propuesto analizar está hecho de historias que se entrelazan y se cruzan reingresando sobre sí mismas, al modo de las paradojas autorreferenciales, tan propias de la lógica contemporánea –donde se pone en entredicho el principio de no contradicción que, como he señalado, tiranizó durante siglos la lógica de Occidente-; dando, de este modo, lugar a una especie de polisemia visual (3) donde se explora –por ejemplo– la idea, tan cara para la física cuántica, de que no existe simplemente una historia para el universo, sino una colección de historias posibles para el universo, todas igualmente reales. A esta posibilidad, la de internarse en los zigzagueos de estas historias, que se van armando a la manera de una urdiembre ontológica que entrelaza las diversas dimensiones de una realidad que en último término, y en una apelación chamánica, Ruiz dirá que obedece a un plan secreto, plan que al modo de un enigma siguen todas sus películas.

La forma de polisemia visual que quiero tratar consiste en mirar una película cuya lógica narrativa aparente sigue siempre más o menos una historia, y cuyos vagabundeos, fallas, recorridos en zig-zag, se explican por su plan secreto. Este plan sólo puede ser otra película no explícita, cuyos puntos fuertes se ubican en los momentos débiles de la película aparente. Imaginemos que todos estos momentos de relajo o distracción narren otra historia, formen una obra que juegue con la película aparente, que la contradiga y especule sobre ella.

Descubrir el plan secreto, descubrir la retórica de Ruiz, unir poéticamente la película fuerte con la débil. Reflexionar acerca de las paradojas, la lógica recursiva como medio narrativo y estético, ha sido el objetivo de este artículo, el cual debe ser considerado sólo como la primera aproximación a un proyecto editorial mayor ya en marcha.

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1 Artículo publicado por la Escuela Internacional de Cine, Revista Miradas, número 8, © 2005 - 2006
2 Doctor en Filosofía por la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso y Post Grado en la Universidad Complutense de Madrid, Dpto. de Filosofía IV, Estética y Pensamiento Contemporáneo.
3 RORTY, Richard, Ironía, continencia y solidaridad, Editorial Paidós, Barcelona, 1996.
4 PARRA, Nicanor, DISCURSO DE GUADALAJARA, en “Nicanor Parra tiene la palabra”, Compilación de Jaime Quezada, Editorial Alfaguara, Santiago, 1999.
5 RUIZ, Raúl, Poética del cine, Capítulo VII “El Cine como viaje clandestino”, Editorial Sudamericana, 2000.
6 SCHOPENHAUER, Arthur, El mundo como voluntad y representación, Madrid 1960; Sobre la cuádruple raíz del principio de razón suficiente, Madrid 1968; Los dos problemas fundamentales de la ética, Madrid 1965.
7 BAUDRILLARD, Jean, La ilusión del fin o la huelga de los acontecimientos, Editorial Anagrama, Barcelona, 2000.
8 RUIZ, Raúl, La Poética del Cine, Editorial Sudamericana, Santiago, 2000, p. 24.
9 RUIZ, Raúl, La Poética del Cine, Editorial Sudamericana, Santiago, 2000, p. 24.
10 SHOPENHAUER, Arthur, La libertad, Editor Alba, Madrid, 1999.
11MELVILLE, Herman, Bartleby, el escribiente, Editorial Alianza, Madrid, 2000.

Escuela Internacional de Cine / Revista Miradas número 8, © 2005 - 2006
Ediciones Universitarias de Valparaíso S.A.

EL ARTE CONTEMPORÁNEO ENTRE LA EXPERIENCIA, LO ANTIVISUAL Y LO SINIESTRO
por Miguel Á. Hernández-Navarro

Resumen

Existe en el arte reciente una desmedida pasión por lo real. Una fascinación que se presenta bajo un rostro janeiforme: por un lado, como un intento de subversión y transgresión de las reglas del contexto artístico para llegar al mundo real, y, por otro, como una tentativa de abolir las reglas sociales para llegar a un estadio preedípico más allá de la ley y la cultura. Si se observa bien, estos dos modos de presentación de lo real coincidirían, en primer lugar, con una suerte de «pasión por la realidad», la esfera de las cosas y la experiencia del mundo de vida, tal y como fue intuida por Michel de Certeau ( L'Invention du quotidien. París, Gallimard, 1990); y, en segundo, con la desmedida «pasión por lo real» del siglo XX atisbada por Alain Badiou, para quien lo Real, en sentido lacaniano, es aquello que «fractura» la realidad para poner «las cosas en su lugar » (El siglo . Buenos Aires, Manantial, 2005).

En este breve ensayo, me gustaría plantear algunas cuestiones referentes a estos dos modos de lo «real», nunca con la intención, ni mucho menos, de sentar cátedra, sino, más bien, con la de trazar algunas posibles líneas fuga para posteriores trabajos más extensos y sosegados. Pasaré, eso sí, un poco de puntillas sobre la «pasión por la realidad», para tratar con mayor énfasis el arte de lo Real, intentando proponer, a la luz de la idea de «antivisión» y del concepto freudiano de «lo siniestro», una mirada alternativa –complementaria – a las prácticas artísticas analizadas por Hal Foster en su célebre El retorno de lo real.

La pasión por la realidad

Una de las ideas esenciales del Voto de Castidad del manifiesto Dogma95, enunciado por Lars von Trier y Thomas Vinterberg, era una «regreso a la realidad» que sacara al cine de las convenciones a las que había llegado el oficio, en una especie de vuelta de tuerca al cinema-verité de los sesenta: «queremos la verdad, queremos fascinación y sensaciones puras e infantiles, como las que uno experimenta en cualquier arte verdadero». Si se observan las prácticas artísticas contemporáneas –prefiero no citar nombres porque cualquier nómina de artistas sería ridícula e incompleta–, la emergencia del documentalismo, la acción política, las estéticas relacionales, la atención al contexto específico, en definitiva, el alejamiento de la ilusión, podríamos afirmar sin ningún tipo de complejos que nos encontramos en la era de un art-verité. Un arte de la realidad que pretende alejarse del mundo del arte para acercarse al mundo real, al espectador real, un arte de la vida cotidiana que se eleva sobre el mandato de la experiencia y el acercamiento a las cosas mismas. Un arte realmente que, si volvemos a la concepción benjaminiana del aura como aquello que alejaba lo cercano, deberíamos calificar de «postaurático» en todo su sentido. El fin de la representación, del alejamiento; el inicio de una nueva era de lo cercano, la era de la presencia real. Un momento que contrastaría con el pretendido fin de la realidad predicado por las estéticas posmodernas.

Observa Paul Ardenne (Contemporary Practices: Art As Experiencie , París, Dis-Voir, 2001) que el artista de hoy ya no siente la necesidad de crear mundos, revertiendo la célebre definición del arte de Nelson Goodman como «maneras de hacer mundos». Las prácticas contemporáneas que juegan con esta pasión por la realidad se alejan del idealismo artístico y atienden al mundo como algo ya creado sobre lo que es necesario actuar, intervenir y observar. En este sentido cabría entender la idea de postproducción, enunciada recientemente por Nicolas Bourriaud ( Postproducción. Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2004), según la cual todo está dado ya de antemano y al artista queda la tarea de manipularlo, en un trabajo a medio camino entre el de disc-jockey y el de artista del ready-made .

Si la teoría del arte de lo Real parece haber tenido una mayor repercusión en Norteamérica, esta pasión por la realidad parece propia del contexto europeo y, por contaminación, del latinoamericano, tanto en la práctica como en la crítica. Seguramente la mejor aproximación hasta el momento es la realizada por Paul Ardenne, quien ha definido esta mirada a la realidad y la experiencia real del arte contemporáneo bajo el término de «arte contextual» (Un arte contextual . Murcia, Cendeac, 2006): una serie de estrategias, prácticas y experiencias artísticas alejadas de la lógica tradicional de la obra de arte (fuera del museo, de la mercancía, del idealismo, de la creación individual...) que, desde finales de los años cincuenta y hasta la actualidad –si bien los orígenes se rastrean en el realismo de Courbet–, pretenden acercar lo máximo posible el arte a la realidad bruta, situándose respecto a ella en situación de acción, interacción y participación.

El artista contextual borra la línea que lo separa del público e interactúa con éste, convirtiéndose en un actor social implicado, creando en colectividad y subvirtiendo, por tanto, la concepción de artista individual. A diferencia de dicho artista, el contextual no se sitúa fuera de la realidad para mostrarla a los demás, sino in media res, en medio de ella, viviéndola, experimentándola. Por eso, quizá la palabra maestra de esta pasión por la realidad sea «copresencia» –habitar con la realidad–, pero también «actuar pareil et autrement », es decir, con la realidad, dentro de ella, como un ser entre las cosas, pero de una manera distinta a la cotidiana, para enseñar, mostrar y, sobre todo, experimentar otras formas de relación con el contexto. Un contexto que, aunque tiene como lugar esencial la ciudad, cronotipo mitológico de la contemporaneidad, también cabe encontrarlo en el paisaje, en la red... en el espacio público o socialmente significativo, que el artista trabaja alejándose siempre de la ilustración o el decorativismo para quedarse con su aspecto vivencial, haciéndose con él en el sentido entendido por Michel de Certeau al hablar de práctica del espacio.

Este tipo de prácticas, que, si se observa bien, recuperan un cierto pragmatismo en el sentido teorizado por Richard Shusterman (Estética pragmatista. Barcelona, Idea Books, 2002), no son ni mucho menos nuevas, sino que han sido llevadas a cabo de un modo menos sistemático sobre todo desde los sesenta, si bien ahora emergen con mayor profusión, aunque quizá con menos capacidad de subversión, ya que la institución fagocita todo intento de transgredir sus límites. Nathalie Heinich, habla, en este sentido, de un triple juego basado en tres momentos: transgresión, reacción y aceptación (Le triple jeu de l'art contemporain . París, Minuit, 1998). El artista transgrede, el espectador reacciona y el especialista –la institución – acepta. Rainer Rochlitz, dejando al espectador «fuera de juego», propone una versión aún más interesante del modo en que la institución asimila sus transgresiones, al establecer una dinámica de s ubversión y subvención; sólo dos fases, transgresión y aceptación ( Subversion et subvention. Art contemporain et argumentation esthétique . París, Gallimard, 1994). El artista transgrede, y la institución no sólo acepta, sino que, además, subvenciona la transgresión, proporcionando, así, una ilusión de porosidad en la frontera, una ilusión de libertad en el artista. Subvencionando la subversión, el sistema se fortalece a sí mismo.

La pasión por lo Real

En El retorno de lo real (Madrid, Akal, 2001), Hal Foster utilizó la noción lacaniana de «lo Real» para codificar una serie de preocupaciones comunes en el arte, especialmente americano, de los años noventa. Desde entonces el concepto se ha convertido en un término maestro de la crítica de arte –en ocasiones, un significante vacío– utilizado para analizar y examinar un tipo específico de arte que trabaja con el trauma, lo obsceno y la abyección. Partiendo de una lectura traumática del Pop Art, en especial de Warhol, Foster agrupó toda una faz del arte contemporáneo, ejemplificada en artistas como Cindy Sherman, Kiki Smith, Andres Serrano, Robert Gober, Paul McCarthy o Mike Kelley, bajo la idea de un «realismo traumático» que opera «desde lo real entendido como efecto de la representación a lo real como un evento del trauma».

Cuando Foster se refiere a lo Real, lo hace en el sentido que el término tiene para Jacques Lacan. Aunque es de sobra conocido, nunca está de más volver sobre el lugar que el concepto ocupa en el pensador francés. Para Lacan, existen tres registros o dimensiones – dit-mansions– del sujeto: lo Imaginario, lo Simbólico y lo Real. Tres estadios o registros sincrónicos y en constante relación, pero también diacrónicos –Real, Imaginario, Simbólico–, tanto en la configuración del sujeto como en la propia enseñanza de Lacan –y no en el mismo orden. A partir de los años sesenta, Lacan comienza a dejar de lado el pensamiento estructural y la atención a lo Simbólico para centrarse en el estudio de lo Real como lo imposible del sujeto, la dimensión inalcanzable de éste. Si lo Simbólico era el reino del lenguaje, de la ley en tanto que Nombre-del-Padre, lo Real será lo que escapa a la significación, lo que está más allá de la ley, antes de que el sujeto se cree como tal. Lo Real será la prehistoria del sujeto y también aquello a lo que éste tienda. Como señala Massimo Recalcati ( Il vuoto e il resto. Il problema del Reale in Lacan , Milán, CUEM, 2001), no hay una teoría lacaniana de lo Real, porque lo Real excede a cualquier teorización; es el punto ciego del lenguaje, la barra que divide al sujeto en dos, el antagonismo esencial que hace que siempre seamos dos en lugar de Uno.

Esa dimensión de lo Real es también denominada por Lacan das Ding , la Cosa, el vacío primordial que se encuentra fuera del lenguaje, y que, precisamente, por estar «más-allá-del-significado», no puede ser simbolizado. Es ese real de la Cosa lo que sustenta al sujeto, el centro ausente en torno al cual éste gira sin cesar, aquello que aquél persigue, el objeto causa del deseo, el lugar de la jouissance suprema a la que aspira el sujeto. Sin embargo, ese goce supremo –que sería mejor traducir como gozo , casi en el sentido del éxtasis de la mística– es siempre inalcanzable, puesto que está regulado por el principio del placer, esa barrera inaccesible que hace que el sujeto literalmente «se tuerza» al llegar a él y se encuentre en el otro lado. Es el vacío insalvable frente al que el sujeto siempre está o demasiado cerca o demasiado lejos. La Cosa es la extimidad (extimité) del sujeto. Su ausencia centrante, la oquedad que sostiene la estructura borromeica del Real, Simbólico, Imaginario.

Lo Real, en palabras de Lacan, es «lo que vuelve siempre al mismo lugar», si bien cada vez de un modo diferente. Por tal razón sólo puede ser repetido y nunca representado. Su repetición es lo que retorna, y su encuentro produce en el sujeto un cortocircuito, una ansiedad y angustia traumática. Un goce que quema, inaccesible por la misma preservación impuesta por el principio del placer. Cuando el sujeto se acerca demasiado al goce de das Ding , literalmente se desmonta, se de-sujeta. Y eso es lo que, según Foster, sucede en cierto arte postmoderno que literalmente intenta penetrar en lo Real. Uno de los elementos claves de la argumentación de Foster es la vinculación entre el arte excesivo de lo abyecto, lo traumático y lo obsceno con la mirada tal y como es concebida en el esquema perceptivo enunciado por Jacques Lacan en su Seminario XI. Para Foster la clase de arte mencionada anteriormente rasga o sugiere que la pantalla-tamiz , el lugar donde sucede el armisticio entre el sujeto y la mirada, está rasgada, y por esa pantalla rasgada penetra lo Real. Por tal razón este tipo de arte se alejaría de la concepción lacaniana del arte en tanto que doma-ojo y trampa para la mirada.

En lo que sigue me gustaría sugerir que el arte que Foster observa como una «llamada de lo Real» y un intento de acercamiento a lo preedípico por medio del exceso, lo obsceno y la abyección, presenta tan sólo una cara de la moneda. Frente a la estrategia de lo excesivo, podemos encontrar un arte silente, oculto y desaparicionista; un arte que parece dejar de lado el componente visual, quitando, reduciendo, ocultando o haciendo desaparecer todo cuanto hay para ver. Frente el exceso-excedente del arte de las sobras –ése es en definitiva el sentido que en Kristeva tiene lo abyecto, la sobra éxtima – nos encontramos con un arte de lo invisible, o de lo apenas visible donde el exceso se transforma en defecto y el «ver demasiado» en «apenas ver nada».

Si lo Real es también el punto de ruptura del discurso y la fractura del lenguaje, el lugar de lo innombrable, donde la palabra naufraga y surge el silencio, donde uno debe callar; el arte que no muestra nada, que calla, que oculta, reduce o hace desaparecer lo visible, deberá ser, también, y en consecuencia, un arte de lo Real.

La antivisión y lo Real

En el arte contemporáneo reciente, junto a la estrategia de lo obsceno, abyecto y excesivo, es posible delimitar otro camino hacia lo Real, otro tipo de decepción de la mirada. Observemos, a modo de ejemplo, las siguientes cuatro obras producidas en los últimos años.

En 1995 el artista británico Martin Creed, perteneciente a la generación de los YBA (Young British Artists), llevaba a cabo la primera de una serie de instalaciones que, en 2001, le valdrían el prestigioso premio Turner de las artes plásticas inglesas, otorgado por la Tate Gallery. Se trataba de una habitación totalmente vacía, una gran Nada –la obra pasó a ser conocida popularmente como Nothing –, un espacio vacío cuya nihilidad sólo se hallaba paliada por unos tubos de neón que, situados en el techo, se encendían y apagaban rítmicamente, iluminando y oscureciendo el espacio a intervalos de un minuto, mostrando y de-mostrando lo que había para ver, y, al mismo tiempo, proporcionando título a la instalación: The Lights Going On and Off.

En 2001, el mismo año en que le fue concedido a Creed el premio Turner, Teresa Margolles, la artista mexicana fundadora del grupo SEMEFO, exponía en el PS1 de Nueva York una obra titulada Vaporización. Otro espacio vacío. En esta ocasión, las luces no se apagaban y encendían rítmicamente, sino que una neblina espesa no permitía ver con claridad que allí no había nada para ver. El espectador se enteraba después de que aquella bruma había sido producida por la vaporización del agua con la que se lavan los cadáveres en la morgue de la Ciudad de México. Esa misma idea fue reactivada por Margolles en Aire, donde el espacio sí que aparecía completamente definido, pero el aire que se respiraba había sido filtrado por unos vaporizadores de aguas de las utilizadas en la morgue. Los cadáveres se lavan antes y después de la realización de una autopsia. Ese agua recoge el último residuo de la vida, y vuelve a lavar después, constatado el fin del fin.

Al año siguiente, en septiembre de 2002, Santiago Sierra inauguraba el nuevo espacio de la Lisson Gallery de Londres con una obra curiosa: Espacio cerrado con metal corrugado. Sierra había cerrado el acceso a la galería de arte con una gran puerta de metal que impedía el paso incluso a aquellos que habían pagado la obra. Dentro no había nada, o no se podía saber si había algo. La obra clausuraba la galería. No era la primera vez que Sierra obstruía un espacio, ni tampoco, como todos saben, la última. La clausura más famosa la haría al año siguiente en el pabellón español de la Bienal de Venecia, con un muro que impedía el acceso al pabellón, al que sólo se podía entrar por la puerta de atrás previa acreditación de nacionalidad española. Aquello que en Creed era el vacío, la ceguera oscura y la ceguera blanca (casi a lo Saramago), aquí se tornaba imposibilidad; imposibilidad de penetrar al espacio de la galería, impidiendo el paso físico, pero sobre todo el paso de la mirada. En el espacio cerrado de la Lisson Gallery se creó una ansiedad escópica, no porque no se pudiera entrar, sino sobre todo porque no se podía ver. El sujeto sólo puede observar el velo, y queda así completamente escindido entre el lugar en el que está y el lugar en el debiera estar su visión.

Por último, en noviembre de 2002, Josechu Dávila realizaba 158m 3 de polvo en suspensión procedente del Museo Arqueológico Español. La obra consistía en un espacio vacío en el que cuatro ventiladores movían unos restos de polvo que el artista había llevado desde el Museo Arqueológico hasta Puebla, el lugar de la exposición. A cualquier aficionado al arte contemporáneo enseguida le viene a la mente Criadero de polvo, la famosa fotografía de Man Ray que presentaba el Gran Vidrio de Duchamp colmado de polvo. Y es que el polvo es uno de los elementos infraleves por antonomasia que Bachelard define como lo «visible invisible». Aquí actuaba de barrera invisible que hacía que el espectador no pudiera verlo, aunque sí sentirlo, ya que entraba directamente en sus ojos. El polvo además, en esta ocasión, al provenir de un «mausoleo residual» como es un Museo Arqueológico, se presentaba como resto de un resto, como residuo de un residuo, un polvo tautológico, como esa ceniza que queda tras la quema de un cadáver: resto del resto.

Como es lógico, estas cuatro obras no son comparables en muchos aspectos –por no decir en la mayoría–, dado que responden a impulsos artísticos y poéticas radicalmente diferentes. Sin embargo, hay algo que las sitúa dentro de un mismo impulso, un elemento común que las pone en profunda relación, un parecido de familia, un –por decirlo en palabras de Rosalind Krauss– «inconsciente óptico» que las une: una suerte de «antivisión». En todas ellas se articula un espacio vacío en el que no hay nada para ver. No muestran nada al ojo. El elemento escópico –esencial en la producción artística– ha desaparecido. No hay nada para ver. Por tanto: nihilidad escópica. Nihilidad y también frustración, porque, en la contemplación de estas obras, el ojo se frustra: la mirada se inquieta, y en el espectador se produce un profundo efecto de ceguera, de no saber a ciencia cierta qué está viendo, o más bien, qué no está viendo; de no saber a ciencia cierta lo que allí se muestra, o más bien, lo que no se muestra.

En el espectador se produce una especie de eclipse en la visión, un efecto de ceguera transitoria que hace que sea posible afirmar, como ha hecho Subirats en el análisis del «último objeto», que el espectador «no ve nada, no siente nada, no comprende nada. En su desorientación absoluta titubea como un ciego en la infinita noche [...] Nada entiende. No reacciona. Una especie de innominada ataraxia se apodera de todo su ser. En este milagroso instante la rigidez espiritual y muscular de este espectador ideal recuerda en cierta medida el estado de catatonia [...] Es la nada existente. Es lo inexperimentable, incognoscible e inexpresable» (Eduardo Subirats, Culturas virtuales. Madrid, Biblioteca Nueva, 2001).

Este tipo de obras que juegan con la nada, el vacío o el vaciamiento, pero también con la desaparición u ocultación de lo que hay para ver, no son, ni mucho menos, nuevas en la historia del arte, sino que se han desarrollado con profusión a lo largo del siglo XX. De hecho, si algo achacaba una importante parte de la crítica londinense a la obra de Martin Creed era, precisamente, una absoluta falta de originalidad, comparándola con aquel Estado de materia prima de sensibilidad pictórica estabilizada –instalación más conocida como El vacío (1957-1962)– realizado por el francés Yves Klein: otra galería vacía, pintada totalmente de blanco, en la que tampoco había nada expuesto, nada para ver. Un d é jà-vu , o más bien, un d é jà-non-vu .

Se podría afirmar que esta denigración de lo visual se relaciona con una cierta iconoclastia, no sólo como un rechazo a las imágenes, sino como un alejamiento y negación deliberada de lo visible. Quizá ésa sea la razón por la que muchas de las obras incluidas en la exposición Iconoclash (Beyond the Image Wars in Science, Religion, and Art) tengan que ver con este «procedimiento ceguera» o esta, como más adelante la llamaremos, anorexia de la visión. En uno de los textos del catálogo («Dematerialized, Emptiness and Cyclic Transformation», en B. Latour y P. Weibel, Iconoclash. Cambridge, Mass., MIT Press, 2002), Dörte Zbikowski, a través de una relación de ejemplos cuyo origen remonta a Duchamp, presenta una serie de estrategias del arte contemporáneo que están relacionadas con este alejamiento (ocultación) de lo que hay para ver. Ocultaciones como la obra de Sol LeWitt Burried Cube Containing an Object of Importance but Little Value (1968), el Vertical Earth Kilometer (1977) de Walter de Maria; desapariciones o invisibilizaciones, como la Invisible Sculpture de Claes Oldenburg en Central Park (1967) o la de Warhol, cuando en 1985 dejó vacío un pedestal; o vaciamientos, como el llevado a cabo por Yves Klein en su exposición de abril de 1958 Le Vide. Siguiendo con la frase del artista francés «mis cuadros son las cenizas de mi arte», y con su literal desmaterialización de la obra de arte, Zbikowski acaba su texto reflexionando sobre el fuego y la quema y destrucción de la propia obra.

Sería demasiado pretencioso ensayar aquí un catálogo de las estrategias de negación de lo visual. Desde luego, no es algo demasiado estudiado, si bien, a modo de esbozo, podríamos distinguir al menos cuatro: 1) reducción de lo que hay para ver (desde la monocromía pictórica hasta la reducción operada por cierta escultura como la de Carl Andre que, en ocasiones, llega a la propia identificación del suelo); 2) ocultación del objeto visible, cuyo origen estaría en Duchamp (Un ruido secreto) y una de las realizaciones esenciales en Seedbed de Acconci, donde el meollo de la obra está alejado de la visión del espectador; 3) desmaterialización , no tanto en el sentido acuñado por Lucy Lippard cuanto en sentido literal: desolidificación de la obra, como en las esculturas de vapor de Morris o los vahos de Teresa Margolles; y 4) desaparición , una tendencia más dramática que se relacionaría con una poética de la huella y su progresivo desvanecimiento (Ana Mendieta) o incluso con lo que Derrida llamó la ceniza, la imposible reconstrucción de lo perdido, como en Jochen Gerz.

Traigo a colación estos ejemplos, aunque se podrían ofrecer muchos más, de estas obras invisibles que, tal y como ha observado recientemente Galder Reguera («La cara oculta de la luna», Lápiz, 218), también podríamos denominar «obras veladas». Obras que, sin duda, se relacionan con una especie de apófasis o renuncia a la simbolización, algo que tiene que ver también con cierta actitud presente en la literatura hacia el silencio, la mudez o la incomprensibilidad. Una negación de lo visible que opera como procedimiento y, en ciertas ocasiones, como discurso y estrategia retórica. Un proceso centrado, más que en la percepción, en la negación de ésta, al menos en la negación de sus fundamentos.
Aunque las actitudes respondan –y hayan respondido– a condicionamientos y discursos diferentes, sí que es posible atisbar una cierta nachleben en la formalización de las obras: una estética apofática del vacío y la nada, una estética sublime, que lleva al arte al umbral de lo visible, a lo apenas visible. Parece claro, en cualquier caso, que es admisible identificar en cierto arte contemporáneo si no una tendencia, sí al menos una cierta «actitud», una toma de postura contra la visualidad que, retomando un término utilizado por Rosalind Krauss («Antivision», October, 36), podríamos llamar «antivisión», y que sin duda alguna transita por un camino equivalente al trazado por Martin Jay en su estudio del pensamiento avanzado del siglo XX (Downcast Eyes. The Denigration of Vision in Twentieth-Century French Thought. Berkeley, Univ. California Press, 1994) , a saber, una denigración y descrédito de la visión como sentido privilegiado de la modernidad, una crisis en el ocularcentrismo.

Lo siniestro y lo Real

Me gustaría sugerir ahora que estas poéticas antivisuales, en tanto que un arte de la ceguera, se relacionan de modo directo con el concepto freudiano de «lo siniestro». Para Freud, lo siniestro –también traducido como «lo ominoso» o «la inquietante extrañeza »– es «aquella suerte de sensación de espanto que afecta a las cosas conocidas y familiares desde tiempo atrás» («Lo siniestro» [1919], Obras Completas, Madrid, Biblioteca Nueva, 1996). Lo siniestro sería algo con resonancias de lo familiar ( heimlich ) pero que, a la vez, nos es extraño ( unheimlich ), como una especie de déjà-vu que puede llegar a establecer una virtual conexión entre una «noprimera- vez» y una «primera-vez». Algo que acaso fue familiar y ha llegado a resultar extraño e inhóspito, y que precisamente por esa razón nos perturba y nos angustia, porque recuerda algo que debiendo permanecer oculto, ha salido a la luz.

En las poéticas antivisuales, lo siniestro aparece como alteración (reducción, ocultación, desmaterialización o desaparición) de lo dado a ver, como desfamiliarización: quitar de la vista aquello que tendría que estar ahí. Freud instaura un «trauma escópico» de origen a partir del cual la mirada, el ojo, está ligado a la pérdida del objeto y a la angustia causada por no poder ver. Mirar es perder. Y según observa Paul-Laurent Assoun, el sujeto entra en la lógica de la mirada tras contemplar por primera vez la falta en el genital de la madre y no poder comprenderla: «lo que se encuentra entonces es la encarnación de la pérdida en una escena (pre)originaria: la de la separación y la pérdida de la vista , en la que la mirada recibe su impronta primitiva, de dolor [...] La mirada de dolor primitivo nos instruye así sobre el dolorismo de la mirada» ( Lecciones psicoanalíticas sobre la mirada y la voz , Buenos Aires, Nueva Visión, 1997).

Este trauma escópico original se expone de modo literal en las obras antivisuales. Cuando nos encontramos ante una galería de arte cerrada, un espacio vacío, una escultura de humo... cuando lo que esperamos ver nos es quitado de la vista, llevado a otro lugar, el ojo se inquieta y queda mudo. El falo, que desde un principio es identificado con el ojo y la mirada, no puede penetrar en ninguna superficie y, por tanto, su goce queda aplazado, más aún, desplazado a otro lugar, pero siempre dejando alguna huella, algún resto de lo visible. Mostrando lo «apenas visible», lo antivisual se sitúa en el umbral de la mirada, atrayendo al ojo para después frustrarlo.

El miedo a que nos arranquen los ojos es quizá la transposición metafórica más efectiva de lo siniestro. Esa sensación que sucede a menudo en la «contemplación» de las obras antivisuales, en ocasiones se cumple literalmente, como en la obra de Josechu Dávila examinada más arriba, que parece una ilustración de El arenero, el cuento de Hoffman que inspira a Freud. En el cuento, el arenero aparece como «un hombre malo que viene a ver a los niños cuando no quieren dormir y les arroja puñados de arena a los ojos, haciéndolos saltar de sus órbitas». En 158m 3 de polvo en suspensión procedente del Museo Arqueológico Español el espectador tiene esa sensación de que alguien le arroja arena a los ojos, y, además, su mirada se eclipsa porque no hay nada para ver. La castración tiene lugar en el ojo, que se ciega y angustia, inquietando y despertando al sujeto.

Lo siniestro, como el propio Freud apuntó, es el lugar donde más cerca está la estética del psicoanálisis; de ahí que se haya argumentado en más de una ocasión que Freud lo trata como una categoría estética del mismo calado, por ejemplo, que lo sublime (Eugenio Trías, Lo bello y lo siniestro . Barcelona, Seix Barral, 1982). Una vuelta de tuerca a lo anterior sería vincular lo siniestro freudiano con lo Real lacaniano, algo que, aunque pudiera parecer evidente, no ha sido enfatizado tanto como se debiera. Es ciertamente extraño que Hal Foster, aun habiendo analizado lo siniestro como un tropo que se repite en todas las formas del surrealismo (Compulsive Beauty . Cambridge, The MIT Press, 1993), sin embargo, no haya notado tal vinculación en El retorno de lo real, donde, sin embargo, examina la relación entre el punctum de Barthes y la tyché que Lacan toma de la causalidad aristotélica, como el encuentro fallido entre el sujeto y lo Real. En el recientemente publicado Seminario X, L'Angoisse , Lacan realiza una lectura atenta del texto de Freud y relaciona el sentimiento de angustia que se produce en el sujeto ante la contemplación de las formas de «lo siniestro» con la dimensión de lo Real (Le Séminaire. Livre X. L'Angoisse . París, Seuil, 2004). El objeto de la angustia para Lacan aquí será el excedente del proceso de entrada en lo Simbólico, ese recuerdo constante de lo Real. «El verdadero problema –sostiene Lacan– surgirá cuando falte la falta; allí aparece la angustia». La angustia, por tanto, será producida por la emergencia de lo Real –la falta primordial «sin fisuras»– en lo Simbólico, como una escisión que recuerda que somos «no-todo». Lo siniestro, para Lacan, es la muestra palpable de la imposibilidad de lo Real. La contemplación de lo vacío nos indicará, entonces, la imposibilidad de llenarlo todo, la imposibilidad de conseguir la jouissance ; el vacío, la nada o la casi nada nos confronta con el objeto causa del deseo en su desnudez, mostrando la falta de la falta.

Debemos entender lo «siniestro lacaniano» como aquello que nos abre –para no entrar, por supuesto– las puertas de lo Real, produciendo un cortocircuito en lo Simbólico, un corte en el lenguaje por el que penetra lo innombrable. En The Matrix , el film de los hermanos Wachowsky, hay un momento en el que Neo, tras contemplar un gato negro, tiene la sensación de haber visto eso antes y lo comunica a Trinity, quien, acto seguido, le advierte: «un déjà vu suele ser un fallo en Matrix, ocurre cuando cambian algo». El déjà vu , que es una de las formas por antonomasia de lo siniestro, se muestra aquí como un fallo en lo Real. Cuando, en Matrix, no tiene esa sensación, se acaba de abrir una puerta por la que se introducen agentes de la red. Es decir, lo siniestro aparece como portal de acceso a lo Real, como lugar de «emergencia» en la red, como una muestra de que el sujeto está «demasiado cerca». Lo siniestro, en resumen, nos confronta con lo Real. Y esta lectura ha conducido a Andrea Bellavita, en el que es quizá el mejor estudio sobre las correspondencias entre lo siniestro, el pensamiento lacaniano y lo visual, a concluir que lo siniestro «es el lugar de emergencia de lo Real en lo Simbólico» Schermi perturbanti: per un'applicazione del concetto di unheimliche all'enunciazione cinematografica. Milán, Vita&Pensiero, 2005).

Lo siniestro lacaniano no intenta satisfacer la pulsión y recubrir lo Real para tapar una falta, como sostiene la concepción fantasmática freudiana, sino que se ha de comprender como un intento deliberado de agujerear lo real y trazar una grieta de «acceso» a esa dimensión faltante en la que el sujeto es Uno. Es la evidencia de la «falta de la falta», de ahí la angustia que produce su contemplación. Quizá venga bien recordar la distinción realizada por Wajcman entre un arte freudiano, que tapa o recubre, y otro, lacaniano, que agujerea ( El objeto del siglo , Buenos Aires, Amorrortu, 2002). Lo siniestro será, así, el más certero proceder para intentar descorrer el velo que recubre la falta y horadar la iconostasis de lo Real.

Todo lo anterior nos lleva a afirmar que el arte, que de suyo bordea lo real, cuando, como sucede en las estrategias antivisuales, trabaja mediante lo que podríamos llamar «procedimiento siniestro », como lugar de emergencia de lo Real, es el medio más efectivo para llevarnos lo más cerca posible de das Ding y conseguir, como el punctum del que habla Barthes en La cámara lúcida , punzarnos, inquietarnos, tambalearnos y de-sujetarnos; todo lo contrario que la imagen-espectáculo, donde, como aquel joven protagonista de La naranja mecánica, somos literalmente sujetados con los postigos de hierro de la visión.

Anorexia y bulimia

En otro lugar he sugerido que la pantalla-tamiz del esquema lacaniano se ha llenado e hipertrofiado tras el desplazamiento desde el arte hasta la imagen-espectáculo de la «trampa para la mirada», según la definición lacaniana del arte. Esa pantalla, que hacía posible el señuelo, era la pantalla de negociación entre el objeto y el sujeto, entre la mirada y el ojo. En la imagen-espectáculo, podemos decir, la pantalla se ha opacado y llenado de señuelos, tanto que apenas deja traslucir siquiera que tras ella hay algo de Real, que tras ella está la mirada.

Si volvemos a las prácticas analizadas por Foster en El retorno de lo real y las confrontamos con las que llamamos antivisuales, podríamos decir que ambas constituyen dos modos de acercamiento a lo Real, una por exceso y otra por defecto. Podríamos hablar de «realismo traumático» y «realismo apofático», dos intentos de vaciar esa pantalla-tamiz lacaniana para los que se utilizan dos estrategias extremas: anorexia y bulimia, defecto y exceso de visión; nunca el equilibrio del señuelo. Estrategias que actúan a la manera de un diurético, adelgazando la pantalla para llegar a lo Real.

Quizá el mejor modo de entender la dialéctica que se produce entre lo traumático y lo apofático, entre ver demasiado y ver apenas nada, sea posicionar ambas actitudes en una banda de Moebius, esa superficie continua en la que interior y exterior se confunden y lo que estaba en un lado acaba en el lado contrario y viceversa. La banda se constituye en torno a un centro ausente que se bordea por arriba y por abajo. Anorexia y bulimia girarían, pues, alrededor del punto ciego de lo Real. Y es que, como sostiene Recalcati, lo vacío y lo sobrante son caras diferentes de la misma moneda, y «en el corazón de todo, se desvela la nada: la imposibilidad para el sujeto de reencontrar en el objeto la Cosa» (Clínica del vacío. Anorexias, dependencias, psicosis, Madrid, Síntesis, 2003).

En cierto modo, se podría argumentar también que ambas estrategias diuréticas son producto de la misma patología que sufre el sujeto contemporáneo: la ceguera histérica, una ceguera por haber visto la escena primordial, el vacío esencial. Ante dicha escena, ante la evidencia de que tras el señuelo no hay nada –y ante la ausencia del propio señuelo–, se pierde el equilibrio, el arte se tambalea... y ya nunca más podrá ver –ni ser visto– igual que antes. Esa escena primordial es siempre demasiado traumática. Ante ella el sujeto siempre llega demasiado pronto o demasiado tarde. Anorexia / escopofobia; bulimia / escopofilia. Tras el tambaleamiento de la pantalla ante la contemplación del vacío, tiene lugar un corrimiento, un dramático deslizamiento: del lado del objeto (escopofobia -desaparición-anorexia), o del lado del sujeto (escopofilia -presencia obscena-bulimia). Y la pantalla, que siempre había estado fija en el pensamiento de Lacan, se «nomadiza», se «moviliza», deja de estar quieta y se desplaza desde el centro hacia la x, en un vaivén mareante, sujeto-mirada, mirada-sujeto, como un tonel sin amarre en un barco un día de marejada.

Ante un fondo de imágenes, ante el equilibrio y la transparencia, ya sólo nos vale el desequilibrio de lo visual, la inestabilidad de lo apenas visible o lo demasiado visible. La decepción de la mirada. Lo infra y lo supra. La sombra y la sobra. La oscuridad y el resto. La so(m)bra. Desaparecer o vomitar.


Publicado originalmente en Revista de Occidente Nº 297, 2006
UCAM, Subdirector del CENDEAC, Crítico de Arte

ARTE Y GLOBALIZACIÓN
por Ana Maria Guasch
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Lo importante no es crear nuevos sistemas, aportar nuevas ideas u ofrecer una teoría al mundo, sino llevar el lenguaje a sus límites. De ahí la reinvindicación del término clandestino, un concepto que invita a los artistas a pensar más allá de lo conocido, asumido o permitido, forzando una imaginación activa en el espectador para que éste cree, cambie y produzca conexiones entre distintas posiciones estratégicas.
La historia cultural identitaria (ni linguística, ni de género, ni de política) del arte de las últimas dos décadas que proponemos va a centrarse en diferentes momentos "culturales": El momento poscolonial posmoderno que tiene su parangón en la ideología multiculturalista; el ulterior momento global, en su constante tensión e interacción con lo local; y por último, el que denominaremos momento pospolítico, que, a partir de una reactualización de las formas de compromiso y de pensamiento crítico, tiene su equivalente en el interculturalismo.

Posmodernidad y poscolonialismo

Con la irrupción de la condición posmoderna, que corresponde al período poscolonial, asistimos a un nuevo episodio en la definición de la identidad: el de una máxima expansión, desplazamiento o democratización del hecho cultural fruto de la consolidación del discurso de la diferencia en el marco del posestructuralismo francés, pero también del impacto de los estudios poscoloniales, que tuvieron un importante punto de partida en las teorías de Edward Said. En un mundo no dividido en estructuras binarias (lo civilizado/lo primitivo, lo crudo/lo cocido, la cultura/la subcultura) ni dominado por una Mirada etnocéntrica o por una sociedad basada en el monoculturalismo radical que consideraba la diversidad cultural y social como peligrosa, el "discurso de la diferencia" garantizó un reconocimiento de la diversidad y de lo que llamaríamos un efecto collage subyacente al discurso de la hibridación, del nomadismo, del mestizaje y de la impureza.
En este proceso de desterritorialización propio de los últimos cinco años de la década de los ochenta y principios de los noventa, marcados por la caída del muro de Berlín, la emergencia en Europa de nuevos Estados nacidos en el marco geopolítico generado tras la desaparición de la Unión Soviética y por el declive de las políticas conservadoras norteamericanas del gobierno de Ronald Reagan, se impuso la necesidad prioritaria de reubicar el arte de las culturas colonizadas, el de las minorías emergentes, el de las áreas periféricas. Y esta reubicación supuso ante todo reconocer, dentro de lo "políticamente correcto", la existencia del otro múltiple, así como su capacidad transgresora y su alteridad.
Es lo que denominaríamos "Nuevo internacionalismo", que reflejaría la pluralización de las relaciones políticas, económicas y culturales internacionales, así como las contradicciones y conflictos que emergen de este proceso de pluralización. Este Nuevo internacionalismo se nos aparece como fórmula que puede garantizar un mundo lleno de armonía e integración cultural. Gracias al Nuevo internacionalismo (sobre todo los derivados del arte minimal, conceptual y pop, entendidos como lenguas francas) implementados con narrativas locales, la marginalidad cultural, como sostiene Jean Fischer, ya no sería un problema de invisibilidad, sino de exceso de visibilidad, en términos de leer la diferencia cultural como algo fácilmente mercantilizable 1.
Quizás lo más interesante es constatar cómo el nuevo internacionalismo, de acuerdo con la ideología multicultural, no constituiría un nuevo-ismo tal y como ocurre con los internacionalismos de corte moderno (como la Bauhaus o la arquitectura internacional) sino todo lo contrario, un proceso de desismización. Y este proceso, según sostiene Hou Hanru, incluso podría compararse con el concepto científico de la entropía, en la medida en que al mismo tiempo en que entra en un período de desintegración hacia un caos total, alcanza el límite de su propio desarrollo; y simultáneamente, numerosos y variados órdenes nuevos emergen de este caos creando una suerte de equilibrio entre el desorden y el nuevo orden 2.

Multiculturalismo y Diáspora

Esta necesidad de equilibrar la identidad propia con las nuevas demandas globales no impide que artistas de América Latina, Japón, India, China o Corea, quienes practican este nuevo internacionalismo y a la vez crean estilos que respetan las identidades particulares locales, llamen a las puertas del sistema artístico occidental buscando las ventajas que ofrece: el acceso a un discurso vivo y activo más allá de la historia del arte y del museo.
De ahí que la imagen visual de la diáspora sea necesariamente intertextual, en el sentido de que crea múltiples asociaciones visuales e intelectuales a la vez, dentro y más allá de la producción de la propia imagen 3. Y tal como lo reconoce Stuart Hall en el artículo "Cultural Identity and Diáspora", lo más destacado del fenómeno de la diáspora (el propio Hall parte de su propia experiencia de la diáspora Africana, pues se formó en Jamaica pero desarrolló su carrera profesional en Gran Bretaña) es que aunque el individuo ya no pueda volver a casa, su trabajo cultural le permite ver y reconocer sus propias historias, con las que puede construir aquellos puntos de identificación, aquellos posicionamientos que definen las identidades propias.4 Según esta teoría, el individuo fruto de la diáspora desarrollaría mejor su identidad fuera de su ámbito nacional, buscando sus constantes puntos de fricción y diferencias con el mismo (de ahí el doble juego de palabras diferente y diferimiento), y además sería esta identidad la que ayudaría a Occidente a conocerse mejor a sí mismo, a reconocerse en la figura del "otro".

La diáspora Latinoamericana

Esto sin duda lleva, sobre todo en el ámbito latinoamericano, dominado por una problemática relación de identidad-diferencia con Occidente y sus centros, a que una pléyade de pensadores den la bienvenida a la posmodernidad como un instrumento de descolonización: "Ahora la conciencia posmoderna nos ha hecho pasar de copiones a sutiles transgresores y transvasadores de sentido, desarrollándose una teoría de la apropiación en cuanto afirmación global antihegemónica." 5 Como afirma a su vez Gerardo Mosquera, el artista latinoamericano ha acudido a los patrones culturales cosmopolitas, se ha apropiado de las maneras occidentales, de la metacultura planetaria articuladora del mundo contemporáneo y, como Calibán - arquetipo de la barbarie que escoge siempre entre Próspero, el pragmático Estados Unidos, y el espiritual Ariel, la alta cultura europea-, ha aportado, gracias a estos desplazamientos y transvases de información, múltiples lenguajes comprometidos social y políticamente, discursos de género, feministas que persiguen en último término un espacio de arraigo, un espacio para la identidad. 6
No todos los teóricos latinoamericanos se han mostrado favorables a la presencia del "centro" o partidarios de la "fórmula metropolitana" y han seguido viendo en esta fórmula posmoderna un nuevo fundamentalismo que hace al centro más centro y a la periferia más periferia y que no supone más que una desjerarquización entre la "hegemonía"(para las metrópolis) y la "subalternidad" (para la periferia). Gerardo Mosquera ve también algunos flancos en este "artista de la diáspora" que rompe las fronteras nacionales dando paso a una diáspora mental y a un entrecruzamiento de diversos modelos de representación que desdoblan préstamos y reciclajes. Mosquera habla del peligro de autoexotismo en respuesta a las expectativas de "primitivismo o diferencia", pero el cosmopolitismo abstracto, el "mimético internacionalismo" que fuerza la apropiación de un único lenguaje posmoderno en detrimento de la auténtica diversificación 7, también aplastaría las diferencias.
Quizás en este sentido la mejor respuesta a la pregunta sobre como reconciliar la autenticidad originaria sin renunciar al decurso del mainstream nos la dan artistas como Eugenio Dittborn, Guillermo Kuitca, Alfredo Jaar, Juan Dávila, Doris Salcedo, Kcho, José Bedia, Cildo Meireles, Ernesto Neto, Marta María Perez Bravo, María Fernanda Cardoso o Tunga, entre muchos otros que utilizan el minimalismo y el arte conceptual como una lengua franca sin renunciar a la narratividad, a la metáfora, al simbolismo, y dotando su producción de memoria individual y colectiva. Y es en ese momento cuando sus imágenes pueden ser calificadas de diaspóricas, es decir, de intertextuales o intervisuales, con posibilidades de múltiples asociaciones visuales e intelectuales.

Territorios globales y posnacionales

En esta historia de identidades culturales resta, sin duda, un último estadio que ya no es el del más allá ni tampoco el espacio dialógico del uno y del otro. Ahora, como reconoce Coco Fusco, la identidad racial ya no concierne sólo a lo negro, lo latino, lo asiático, lo afroamericano, sino también a lo blanco ("ignorar la etnicidad blanca es redoblar su hegemonía y evitar todo juicio crítico en la construcción del 'otro'", sostiene Coco Fusco). Se trataría más bien, al decir de Hardt y Negri, de un renovado concepto de imperio que nada tiene que ver con el concepto colonial de imperio en el que éste colonizaba imaginaciones o funcionaba a un nivel psicológico para el oprimido.
Este nuevo espacio metafóricamente carente de fronteras, que puede parecer la consolidación de la agenda utópica de la aldea global que nos proponía en los años sesenta Marshall McLuhan, estaría dominado, como muy bien reconoce Frederic Jameson, por un concepto de comunicación que enmascara y transmite significados culturales y económicos: "Estamos convencidos de que en la actualidad existe un más denso y más extenso circuito de redes de comunicaciones alrededor del mundo, redes que son resultado de importantes innovaciones en las nuevas tecnologías de comunicaciones de toda clase y que nos hacen cobrar conciencia de que en el contexto de la globalización lo que cuenta es la importación y exportación de culturas, lo cual supone de entrada un cierta redistribución igualitaria superadora de la antigua dicotomía y oposición, todavía muy presente en el estadio púramente multiculturalista, entre culturas colonizadoras y colonizadas." 8
Al margen de estos cantos al fenómeno de la globalización que son probablemente tan utópicos como los que en 1964 formulara McLuhan y que exigirían una mayor concreción económica en lo que se conoce como cultura corporativa a escala global, se impone un replanteamiento de los conceptos de identidad y diferencia, conceptos que suponen una relación cada vez más tensa entre el Estado nación y los nuevos Estados posnacionales. En este mundo posnacional se impondría, al decir de Appadurai, la aparición de una nueva etnicidad, capaz de atraer a personas y grupos que, por su dispersión espacial, son mucho más vastos que los grupos étnicos de los que se ocupaba la antropología tradicional; una etnicidad que, lejos de estar vinculada con las prácticas "primordialistas" del Estado nación, es transnacional y reclamaría una nueva comprensión de la relación entre la historia y la agencia social, el campo de los afectos y el de la política, los factores a gran escala y los factores locales: "En la medida -sostiene Appadurai- en que los Estados pierdan su monopolio respecto a la idea de nación, es perfectamente entendible que grupos de toda clase intenten usar la lógica de nación para conquistar el Estado. Esta lógica encuentra su poder de movilización en la intersección entre el cuerpo (lo subjetivo, lo individual) y las políticas del Estado (lo público), es decir, en aquellos proyectos que reivindicamos como étnicos y que equivocadamente solemos tomar por atávicos 9.

Giro Etnográfico

Esta necesidad de reivindicar lo local que se puso de manifiesto en la filosofía de la Documenta XI de Kassel de 2002 que se propuso el reto de exponer arte procedente de todos los rincones del mundo sin prescindir de sus identidades locales y de las específicas circunstancias políticas y geográficas bajo las que se había producido nos conduce directamente hacia un nuevo giro en el arte contemporáneo, el giro etnográfico, que convive con otros giros: el del archivo o el micropolítico, bajo el paraguas del giro cultural.
Este "giro etnográfico" supone muchos parti pris, entre ellos el desplazamiento de la historia del arte al territorio más expandido de cultura, así como un renovado interés por la antropología posmoderna que, con su proyecto contextual no tautológico, con su interés por la alteridad, con su particular metodología de trabajo (el "trabajo de campo"), con sus promesas de autorreflexividad, nos sitúa en una visión del lugar como un "texto de la humanidad", visión basada en las intersecciones entre naturaleza, cultura, historia e ideología. 10 Este giro nos sitúa además ante un nuevo modelo de artista, "el artista como etnógrafo", un artista que ya no esta interesado en asuntos económicos o sociales, sino en asuntos identitarios y que cuestiona el mantenimiento de la autoridad etnográfica (una cierta posición arrogante frente al otro), así como el fetichismo derivado de las fantasías primitivistas y los exotismos, fetichismo que sería la causa de que la inicial xenofilia (sobreidentificación con el otro) acabe convirtiéndose en xenofobia.
El modelo de "artista como etnógrafo" que proponemos se interesa por los lugares y las identidades locales y sobre todo por la narratividad en detrimento de lo estético- formal, lo cual lo lleva a practicar un trabajo interdisciplinar, no sólo en las técnicas aportadas (fotografía, video, audiovisual, media, escultura, objeto) sino también en la forma de pensar, de plantear en cada momento nuevos puntos teóricos que aporten resultados dinámicos, que hagan salir al espectador de su sueño impasible, casi como una nueva forma de activismo cultural. Este es un artista que, tanto si procede del mainstream como de la periferia o de la diáspora, tanto si es hegemónico como si es emigrante, se sitúa más allá del internacionalismo de corte moderno basado en la fórmula homogeneizadora de "todos somos iguales" y piensa que la solución tampoco está en el genius loci , en la reivindicación de las etiquetas nacionales o de las raíces del territorio cultural propio, donde todos quieren ser distintos y reivindican sus etiquetas de origen y su condición de artistas nacionales. Es este un artista que cuestiona los modelos transnacionales homogeneizadores (en versión bienales periféricas) y que se pregunta si el nuevo internacionalismo puede caer en el peligro de convertirse en una vision distópica en el sentido de anular las diferencias locales, la diversidad de culturas autóctonas, lo cual conduciría a una nueva homogeneidad y a un mayor control por parte de las estructuras hegemónicas de poder.
Por ello podríamos hablar, de acuerdo con Miwon Kwon, del artista no como "hacedor de objetos" (la fase de producción - reproducción habría concluido) sino como "progenitor de significados" 11, ya que junto a las condiciones iniciales de viajero y observador se le exigen dotes interpretativas, de búsqueda de significados. Y es precisamente esta condición alegórica, esta alegoría etnográfica de la que habla Clifford, la que salvaría el arte de convertirse en documento o inventario.
Son muchos los artistas que en la actualidad trabajan bajo estos registros etnográficos horizontales, o vueltos hacia la producción de lo local sin detrimento de su condición de artistas globales: Chantal Ackerman, Antoni Muntadas, Gabriel Orozco, José Alejandro Restrepo, Santiago Sierra, Rogelio López Cuenca, The Atlas Group, Multiplicity collective, Renne Green.

Lo global y lo intercultural

Para finalizar esta reflexión, me interesa en especial aportar un nuevo concepto cultural que clarifique las actuales tendencias a la globalización y a la resistencia a la globalización. Pensamos en este sentido que habría que reemplazar el multiculturalismo por otra filosofía política, la del interculturalismo, es decir la del intercambio de culturas a través de las naciones, con todo lo que ello supone: una nueva apropiación de lo nacional y renovados contactos críticos con lo internacional. Lo intercultural estaría en este sentido mas cerca de lo transcultural 12 que de lo multicultural (entendiendo por multicultural aquello que hace referencia a la cohabitación de diferentes grupos culturales y étnicos dentro de un marco común de ciudadanía), y en el ni lo nacional ni el nacionalismo de resistencia (calificado por algunos teóricos poscoloniales de coercitivo, elitista, autoritario, esencialista y reaccionario) tendría futuro.
El futuro estaría en lo intercultural que supera la antigua dicotomía identidad/diferencia y los diálogos entre distintos contextos nacionales a través de una potenciación de las subjetividades, de las realidades particulares de cada ser humano más allá del concepto de lo "étnico" y de un mayor diálogo entre lo universal y lo local, entendiendo por local (sinónimo de sitio o lugar) más desde la perspectiva de relación y contexto que de la escala o el espacio. Porque hay que reconocer que en la actualidad, más que nunca, los numerosos grupos humanos y poblaciones desplazadas, desterritorializadas y transeúntes que conforman los "paisajes étnicos del mundo contemporáneo" se hallan envueltos en la construcción de lo local en tanto estructura de sentimientos y como respuesta a la erosión, la dispersión y la implosión de la homogeneización global" 13.
Sólo así se pueden materializar operaciones tan necesarias de un globalismo en el nuevo mapa de lo "pospolítico" 14, operaciones como las que anuncian grandes proyectos culturales relativos al flujo cultural global, algunos precedentes del ámbito del museo (como lo que ha ocurrido en el Guggenheim de Bilbao) y otros del impacto de la globalización en las grandes citas internacionales de arte y en las bienales periféricas. En estos casos, entre otros muchos, la agenda utópica de ruptura de fronteras y de ir más allá de la tan manoseada identidad sui generis puede también acabar en distopía, el pasaporte global que parecen disfrutar algunos frente a una mayor consciencia del aislamiento que caracteriza a otros. Y cuando hablamos de distopía hacemos alusión a lo que cancela las diferencias locales, las identidades locales esenciales, los modelos de conocimiento tradicionales y la rica diversidad de culturas, a favor de un mayor control por parte de las estructuras de poder.
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1 Jean Fischer,"the syncretic Turn: Cross-Cultural Practices in the Age of Multiculturalism" in Melina Kalinovska (ed). New Histories , Institute of Contemporary Arts, Boston, 1996. p.35
2 Hou Hanru. "Entropy: Chinese Artists, Western Art Institutions, a New Internationalism", in Jean Fischer, Global Visions. Towards a New Internationalism in the Visual Arts . Kala Press, London, 1994. p.79.
3 Nicholas Mirzoeff (ed). Diaspora and Visual Culture , Routledge. Londres y Nueva York, 2000 p.7.
4 Stuart Hall. "Cultural Identity and Diaspora" en N. Mirzoeff, op. cit., p.23.
5 Gerardo Mosquera, "Robando el pastel global. Globalizacion, diferencia y apropiacion cultural", en Jose Jimenez y Fernando Castro (eds.), Horizontes del arte latinoamericano . Tecnos, Madrid, 1999. p.64.
6 Gerardo Mosquera (ed). Beyond the Fantastic. Contemporary Art Criticism from Latin America, Londres, The Institute of International Visual Arts. 1995.
7 Gerardo Mosquera (ed.), "Goodbye Identity, Welcome Difference. From Latin American Art to Art from Latin America". Third Text, 56, fall 2001, p.31.
8 Frederic Jameson. Notes on Globalization as a Philosophical Issue", on Frederic Jameson and Masao Miyosji (eds.), The Cultures of Globalization , Duke University Press, 1998, pp. 55-58.
9 Arjun Appadurai, La modernidad desbordada . Dimensiones culturales de la globalizacion , Montevideo, Ediciones Trilce y Fondo de Cultura Economica., p. 166.
10 Lucy Lippard, The Lure of the Local Senses of Place in a Multicultural Society. Nueva York, The New Press, 1997, p.7
11 Miwon Kwon, One Place After Another. Site-Specific Art and Locational Identity. Cambridge, Mass. Y Londres, MIT Press, 2002
12Tal y como sostiene G. Mosquera, el vocablo "transculturalización" es familiar en el discurso teórico latinoamericano. Al respecto señala el aporte del cubano Fernando Ortiz que en el texto de 1940, Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar, habría inventado el vocablo "transculturación" para enfatizar el "toma y daca" presente en toda relación intercultural, y señala también el trabajo del crítico literario uruguayo Angel Rama, Transculturación narrativa y novela latinoamericana, 1982. Citado por G. Mosquera, "Robando del pastel global", art. cit., p. 64.
13A. Appadurai, op. cit., p.207.
14El concepto de "pospolítico" es interesante en función del punto de vista de la interferencia y la inherente complementariedad entre el espacio de los "lugares" y el espacio de los "flujos". Véase Bulent Dicen, "Immigration, Multiculturalism and Post'Politics after Nine Eleven", Third Text, 57, invierno 2001-2002. p11.