LA ESTETIZACIÓN DIFUSA DE LAS SOCIEDADES ACTUALES Y LA MUERTE TECNOLÓGICA DEL ARTE
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Por José Luis Brea

Acaso sea difícil encontrar un rasgo de identificación más claro de las transformaciones de nuestro tiempo que el que ha sido descrito como una "estetización" del mundo contemporáneo. Sea cual sea el pronunciamiento que sobre el acontecimiento de este fenómeno lleguemos a hacer, parece inevitable remitir su origen a la expansión de las industrias audiovisuales massmediáticas y la iconización exhaustiva del mundo contemporáneo, ligada a la progresión de las industrias de la imagen, el diseño o la publicidad.

Haríamos mal, en todo caso, en tomar este fenómeno entendido como el de una más o menos inocua "estetización difusa de los mundos de vida" en términos puramente superficiales, como si no conllevara consecuencias fundamentales sobre las formas de nuestra experiencia y aún sobre la propia constitución efectiva de los mundos de vida, sobre la misma constitución del darse epocal del ser, de lo real. Al contrario, las consecuencias de ese proceso son transcendentales, y muy particularmente para la esfera de la experiencia estética, artística.

La referencia a la "estetización de las sociedades actuales" designa en efecto "el tránsito de rasgos de la experiencia estética a la experiencia extra-estética, al mundo de vida, a aquella que es definida tout court como la realidad, contrapuesta de esta manera al mundo de la belleza y el arte" (Salizzoni). La posición más extremada en cuanto a esta problemática considera que ese proceso de "estetización" está ya plenamente cumplido dando por hecho entonces que "el propio modelo de experiencia está caracterizado estéticamente", e incluso que "la propia realidad en sus estructuras profundas se convierte en múltiple juego estético", corroborando de esa forma las tesis de una ontologización débil de nuestro presente epocal.

No sería sólo entonces que nuestra forma de experimentar lo real sería una forma debilitada una forma estetizada, ficcional, narrativizada sino que lo real mismo se daría para el hombre contemporáneo bajo la prefiguración de unas estructuras ontológicas débiles, difusas. Que el ser mismo, en efecto, se daría en términos de plasticidad, dúctiles, sin imponérsenos en forma alguna. Lo real mismo no sería sino el cristalizarse de las interpretaciones, y cualquier concepción fuerte del ser -como algo que desde la exterioridad se impone al sujeto- quedaría bajo esa perspectiva en nuestro tiempo desautorizada.

Durante mucho tiempo quiso hacerse una lectura positiva y optimista de esta situación -desde las posiciones tanto del pensamiento débil, como desde las del primer postmodernismo, desde por ejemplo la afirmación "transestética" baudrillardiana. Sin embargo, muy pronto ha podido reconocerse incluso desde estas propias posiciones- que en ellas no se expresa sino aquella "culminación de la metafísica" que supondría, sin más, la pura realización de su forma tecnológica. Este mundo "estetizado" y débilmente definido, carente de consistencia alguna en la que asentar algún principio firme de valoración de las prácticas tanto estéticas como éticas, y aún especulativas es el mundo postmoderno, el mundo de la posthistoria, un mundo en el que el hombre habría perdido ya cualquier posibilidad de establecer su propio proyecto por encima de la determinación del complejo de la tecnociencia, en el que la engañosa seducción del "todo vale" habría arrojado al hombre a los brazos inclementes de la única determinación cuyo potencial se mantendría intacto: el de la propia racionalidad instrumental del tejido económico-productivo. El "cristalizarse de las interpretaciones" que modularía la forma contemporánea del darse lo real para el hombre, en efecto, resultaría entonces de la propia mediación que de su choque y entrecruce consentiría -o promovería- el exhaustivo desarrollo contemporáneo de una potentísima industria de la comunicación, crecida al amparo y la sombra de los nuevos e impresionantes hallazgos tecnológicos.

En ese contexto, las consecuencias para cualquier tentativa de elaborar principios de valoración ética incluso política-, y consecuentemente programas de actuación moral, son tremendamente graves. Todo el debate contemporáneo entre, por ejemplo, el nuevo comunitarismo y el pensamiento neoliberal, se hace en efecto eco de ellas. Los presupuestos de tal pensamiento neoliberal no son otros que precisamente esa misma indecidibilidad entre las múltiples interpretaciones posibles, la fatalidad inexorable del pluralismo y la fragmentación de las formas de la experiencia resultante de la estetización contemporánea de los discursos. Como en efecto ha escrito Michael Walzer y cito a uno de los autores seguramente menos sospechosos de neoconservadorismo "si, dada la efectiva fragmentación de nuestras formas de experiencia, difícilmente podremos llegar a consensuar un modelo de lo que consideramos la "vida buena", ¿por qué no aceptar, según la moda neoliberal estándar, la prioridad de la justicia procedimental sobre cualquier concepción sustantiva del bien?"

Es sabido, en todo caso, que los teóricos de la ética y, al hilo de su hallazgo, también los nuevos teóricos de la política han acertado a encontrar en la Teoría de la Justicia de John Rawls un punto sólido sobre el que edificar una teoría procedimental de la justicia que comporta a la vez interesantes aspectos sustantivos, fundamentos válidos desde los que redefinir todo un horizonte renovado de expectativas morales, éticas. Que esos horizontes son allí definidos poco menos que en términos de mínimos, en cualquier caso, es algo que no podemos olvidar -para no creer que hacemos otra cosa que "de necesidad virtud". Como el propio Walzer sugiere, en efecto, "si realmente somos una comunidad de extranjeros [-si dicho de otra manera, nada nos permite elevarnos por encima del puro entrechoque de intereses e interpretaciones incomponibles, irresolubles por proceso alguno-] entonces ¿cómo podríamos hacer otra cosa que poner a la justicia en primer término?".

¿Cómo, en efecto? O cómo -y quizás esta segunda podría ser todavía mejor pregunta, y es ciertamente en ella donde se empeñan todas las nuevas concepciones progresistas de lo político podríamos lograr que la promesa de una justicia realizada exclusivamente en términos procedimentales -y no sustantivos-, en términos de pura tecnología social, nos ofreciera todavía alguna perspectiva sobre aquella otra promesa, la promesa de una felicidad vinculada al sueño de la emancipación universal de la especie humana.
¿Cómo?

Acaso en la sugerencia de Rorty de un espontáneo surgir de la solidaridad en la experiencia de la contingencia, nutrida por el desbaratamiento ironista de cualesquiera aspiraciones a la verdad absoluta, latería alguna esperanza. Pero sería ciertamente una esperanza pequeña, el "poco de esperanza" que parecería convenir a estos tiempos de "poco de realidad". Acaso esa "esperanza, mucha esperanza, infinita esperanza -pero no para nosotros" de que hablaba Kafka.

Pero volvamos rápidamente al terreno del arte y de la experiencia estética. Si muy graves deberemos considerar las consecuencias de este proceso de "estetización" difusa del mundo contemporáneo sobre la forma general de la experiencia, y consecuentemente sobre la de la experiencia cognitiva y todo el sistema de los procesos de legitimación de las disciplinas, tanto especulativas como prácticas, cuánto mayor no habrá de ser su impacto sobre la propia esfera de la experiencia estética -y aún sobre la propia de la práctica artística, creadora.

Para algunos autores Bubner es seguramente el que ha planteado de manera más clara y radical esta cuestión- ese proceso de "estetización generalizada de la experiencia" deja por completo desahuciada, sin rasgos distintivos propios, y en última instancia sin función social efectiva alguna, a la misma experiencia de lo estético, de la obra de arte, toda vez que para él, "la obra de arte ha alcanzado definitivamente su ocaso: en este ocaso la función de exoneración característica de la obra de arte pasa de la constelación de la obra producida a la nebulosa pulverizada de las actitudes y de las condiciones de lo cotidiano, ellas mismas primariamente estéticas y exonerantes frente a la incontrolable complejidad del mundo de la técnica".

Si en efecto la forma general de la experiencia se hubiera estetizado por completo, qué sentido o qué función en las sociedades contemporáneas podría quedarle a lo artístico, a la propia experiencia estética como no fuera, quizás, la función legitimante de dicho proceso, la de ofrecer un fondo último de garantía, casi a título póstumo, de que el proceso de estetización generalizada de la experiencia asegura -en su entregarnos a la desorientación profunda de un "mundo sin verdad"- una vida noble, una vida del espíritu.

Bajo esa perspectiva -una perspectiva para la que la estetización global de los mundos de vida contemporáneos hace que lo artístico pierda su lugar propio, separado- ocurre con lo artístico aquello que en un tiempo se decía a propósito del sexo o de lo político: que está ya en todas partes -menos en el sexo o en lo político mismo. Otro tanto podría decirse del arte y la experiencia artística: que está ya en todas partes, menos en el propio arte. Si la forma generalizada de la experiencia está caracterizada estéticamente, en efecto, si el hombre contemporáneo está condenado a experimentar su misma vida cotidiana en términos puramente ficcionales y estéticos, entonces el lugar y la función del arte y su experiencia se habría desvanecido, disuelto en el total completo de las formas en que el hombre experimenta su existir.

Dicho de otra forma: si, en efecto, consideramos plenamente cumplido este proceso de estetización de las sociedades contemporáneas y las formas de la experiencia, el propio lugar de la obra de arte y de la experiencia artística- quedaría entonces en profundidad cuestionado, y podría proclamarse su "definitiva inactualidad", en el acontecimiento irreparable de la tanto tiempo anunciada "muerte del arte". Siendo así que entonces nos habríamos de enfrentar a un horizonte en el que la propia actividad creadora se vería confrontada al más radical de los desafíos, el de su propia desaparición: en última instancia la de su propio sentido y función en las sociedades contemporáneas.

Como hombres de este final de milenio, vivimos en cierta forma aquélla única justificación estética de la existencia que proclamara Nietzsche. Nuestra relación con los discursos, con las formas de vida, con los programas éticos, con las teorías y los paradigmas críticos o científicos, todas ellas aparecen prefiguradas por la forma de la experiencia estética. El mismo sistema de los objetos se ha poblado, hasta la saturación, de elementos estetizados, de formas moduladas hasta la saciedad por el interés estético. Otro tanto podríamos decir de las formas de la comunicación: sea cual sea su objetivo último, preside en ellas una formalización estetizada. Por debajo de cualesquiera objetivos últimos motivadores de su actuar, el hombre se imagina a sí mismo disfrutando de sus bienes y relaciones -del poder adquisitivo que le ofrece su dinero, su posición social, su poder- sólo si consigue realizarlo en forma "estética". Sea cual sea su construcción de personaje, su autoproducción de subjetividad, ésta sólo puede aparecérsele satisfactoria al hombre contemporáneo si logra resolverla de forma estética.

Esa definición generalizada de la experiencia y los mundos de vida en términos estetizados deja en realidad sin función a la propia experiencia del arte, y aún a la propia obra producida, como tal. En el sistema de los objetos, el existir separado de un cierto "sector" de los artísticos empieza ya a carecer por completo de lógica, como también empieza a faltarle fundamento distintivo al propio existir separado de una forma de experiencia artística, ya que el hombre contemporáneo procura vivir, y creer que vive, la totalidad de su existencia bajo la prefiguración de una forma estetizada.

La consecuencia última del contemporáneo "florecimiento" de lo estético posee entonces e inevitablemente un signo contradictorio, paradojal. Para que la estetización difusa, generalizada, de las formas de la experiencia y los mundos de vida pueda culminarse, debe simultáneamente cumplirse la disolución del existir separado de lo propiamente artístico. En efecto, una estetización completa de la existencia sólo podría cumplirse en el reconocimiento de la "definitiva inactualidad" del arte, en el reconocimiento de su muerte como ya cumplida. En la era del fin de la metafísica, en la era de su culminación en la forma tecnológica, en la era que Heidegger llamaba del fin de la imagen del mundo, en efecto, el arte ha de volver a aparecérsenos como "cosa del pasado".

La pregunta es, ahora, si este realizarse actual de una muerte definitiva del arte, como disolución de su existir separado supone a la postre el triunfo, o al contrario, la caída, del propio proyecto de la vanguardia. Pues no debemos olvidar que el objetivo de autodisolución del arte en los mundos de vida ha sido, en efecto, una constante de definición programática del trabajo del arte en el horizonte de la vanguardia.

Pensemos por ejemplo en el programa situacionista. ¿Reconocería Guy Debord en esta disolución contemporánea del existir separado del arte, en esta contemporánea "muerte tecnológica" del arte un cumplimiento válido de sus objetivos programáticos? Dicho de otra manera: ¿supone la contemporánea "muerte del arte" que se expresa en los términos de una estetización generalizada de los mundos de vida y las formas de la experiencia un triunfo, o más bien el definitivo fracaso del programa de las vanguardias?

La propia reflexión de Guy Debord, en su crítica de las sociedades del espectáculo, aporta importantísimos materiales para ayudarnos a responder esta pregunta. A su luz es fácil reconocer que este proceso presuntamente cumplido- de estetización difusa de las sociedades contemporáneas no supone en absoluto la disolución de su existir separado, autónomo, sino antes bien al contrario la consagración de ese existir separado en una forma exhaustivamente institucionalizada la forma propia de la contemporánea institución-Arte. Forma institucionalizada que, ella sí, quedaría disuelta en una lógica más amplia: la lógica misma del espectáculo que, entregada a los requerimientos de una industria del entretenimiento orientada al consumo de masas, sólo supone la plena absorción en ella de ese existir separado del arte.

Tanto para servir de aval a un proceso generalizado de estetización difusa de las formas de la experiencia y los mundos de vida como para asegurar el existir separado de la institución-Arte en el seno mismo de la industria del entretenimiento y el espectáculo, la función que se consiente al arte no representa sino su radical fracaso. Pues en efecto, cualesquiera de los objetivos emancipatorios asociados a aquel programa de "muerte del arte" -de autodisolución de su existir separado- que caracterizaba el activismo de la vanguardia quedan ahora radicalmente incumplidos: tanto el objetivo de una auténtica intensificación de las formas de la experiencia como el de una reapropiación plena de ésta por parte del sujeto.

Tal y como sugiere Vattimo, en efecto, la "muerte del arte" que se cumple en el efecto de estetización difusa de las sociedades de la información supone algo así como la mera consagración de su versión tecnológica, descargando entonces a su figura de cualquier significación utópica, emancipatoria. Para que ésta lograra cumplirse, en efecto, habría de producirse asociada a un programa global de extinción de la división del trabajo.

Sólo en tal contexto un contexto que a la vanguardia le fue dado imaginar, en tanto su proyecto acertó a vincularse a uno más amplio de transformación general de los mundos de vida, de las formas de organización de lo social y de las mismas relaciones de producción- esa versión utópica de la muerte del arte pudo ser concebida y desarrollada. En el de las sociedades actuales, en cambio, su forma contemporánea de disolución no supone otra cosa que una claudicación, su resignación a darse en los términos establecidos por unas crecientemente poderosas industrias del espectáculo y el entretenimiento, bajo cuyos dictados se estructura contemporáneamente la propia lógica de la institución-Arte. Una lógica cuyo enorme potencial de absorción desactiva cualquier gesto de resistencia, cualquier tensión crítica, convirtiendo toda la retórica vanguardista de la autonegación en justamente eso, una mera retórica, una falsa apariencia requerida por el juego de los intereses creados, la falsa apariencia del choque y la novedad que los propios intereses de renovación periódica de los estándares dominantes en el mercado institucionalizado del arte reclaman.

Haríamos bien entonces en desenmascarar el presunto cumplimiento de ningún proceso real, profundo, de estetización de las formas de experiencia, haríamos bien en denunciarlo como un proceso de estetización banal, que no conlleva resultado emancipatorio alguno, que no supone intensificación o reapropiación real de las formas de la experiencia, que no redunda en beneficio de ninguna auténtica "vida del espíritu". Haríamos bien entonces, también, seguramente, en extender y proclamar nuestras sospechas contra la expansión y el crecimiento exhaustivo de las formas de la institución-Arte en las sociedades contemporáneas, tanto más cuanto que ellas crecen indisimuladamente asociadas a los intereses de las industrias de la cultura de masas, el espectáculo y el entretenimiento. Tanto más cuanto que la presunta proliferación y multiplicación de instancias legitimadoras y agentes interpretativos contribuye menos a una auténtica proliferación de las interpretaciones diferenciales, al disentimiento, que al establecimiento clausurado de una opinión dominante, a la pura y mera producción de consenso, producción de masa.

Debemos defender entonces que el fenómeno de estetización señala no tanto un proceso acabado y cumplido, cuanto la criticidad de un tránsito que comporta tanto enormes posibilidades emancipatorias para la humanidad cuanto un no menos enorme riesgo. Un fenómeno que ciertamente podría suponer -como quiere Vattimo- un "proceso de enriquecimiento de la realidad" que anunciaría una "época en la cual las relaciones se den en una relación de libre y dialógica multiplicidad". Pero también justamente lo contrario: el absoluto certificado de defunción de cualquier posibilidad de pensar el valor moral, ético, en términos sustantivos, la definitiva consagración de una forma de pensar la cultura y sus realizaciones tan sólo como pura coartada y aval de un programa que esconde en la carta marcada de su defensa del "pluralismo insuperable de los intereses y las interpretaciones" y en su afirmación de la fragmentación de las formas de la experiencia- su mejor estrategia para amparar y asegurar los privilegios de dominación de quienes los ostentan, para amparar y asegurar en última instancia la mera supervivencia del status quo , la segura continuidad estructural de lo establecido.

Podríamos entonces afirmar aún que en esta versión tecnológica de la estetización difusa del mundo contemporáneo se anuncia todavía un cierto horizonte de redención: aquél para el que imaginar una época "en la cual las relaciones se den en una relación de libre y dialógica multiplicidad" según la referida fantasía emancipatoria que Vattimo plantea en su definición de una "ética de la interpretación" podría suponer todavía un potencial de subversión de los existentes órdenes efectivos de dominación del hombre por el hombre. Pero también, y a la vez, lo más contrario, el más extremo peligro. Podemos en efecto reconocer en el fenómeno contemporáneo de estetización de la experiencia el proceso mediante el que esa existencia de órdenes efectivos de dominación puede asegurar su absoluta irrebasabilidad: allí donde éste invoca el carácter de insuperable del juego de las interpretaciones, sólo para precisamente legitimar el mantenimiento de las estructuras existentes de dominación.

Sea como sea -y una vez defendido que no nos encontramos ya frente a un destino cumplido y sellado, como querría que creyéramos el ya dominante pensamiento único - la cuestión para el artista actual ha de plantearse en los siguientes términos: cómo intervenir en el curso de los procesos de construcción social del conocimiento artístico de tal manera que éste no pueda ser instrumentado en beneficio y cobertura de los intereses del nuevo capitalismo avanzado -cuya estrategia cultural no es, como a veces ha querido decirse, la homologación cultural: sino, justamente al contrario, la proclamación del pleno cumplimiento del proceso de estetización de los discursos y las formas de vida en su versión tecnológica, y la afirmación taxativa de lo irrebasable del "pluralismo interpretativo" como coartada para denegar cualesquiera otros valores que los de su puro contraste en el plano del mercado, del supuestamente "libre mercado".

Toda la lectura deformada que instrumenta la proclamación cumplida de un supuesto proceso de estetización pensado en términos inocuos -tremendamente banales e insatisfactorios si se consideran en relación al orden de promesas tanto tiempo mantenido desde el orden de la experiencia artística- se apoya en un flagrante equívoco. Un equívoco que tiene su piedra angular en la atribución a esa misma experiencia de un carácter principalmente exonerante, situando en ello su rasgo propio, diferencial, atribución cuya defensa se debe, como es sabido, sobre todo al pensamiento de Arnold Gehlen.

Sólo si este rasgo es entendido -como lo hace Bubner, más aún que el propio Gehlen- en términos de mera "descarga" o "compensación", como una ocasión de mero descanso frente a la fatiga producida por un mundo definido exhaustivamente en los términos del complejo tecnocientífico, puede considerarse en alguna medida cumplido un proceso de estetización generalizada de la experiencia en la absorción por ésta de rasgos propios de la artística -de ese rasgo propio así concebido en concreto.

Pensemos en cambio ese carácter exonerante no en términos de "descanso" sino en los términos de una auténtica resistencia, en términos deconstructivos. Bajo ese punto de vista, lo verdaderamente propio de la obra de arte contemporánea no es el ofrecerse como mero "oasis" de relax frente a una vida sometida a la necesidad del cálculo, a la presión de la racionalidad instrumental que domina su organización "ordinaria". Pensar así la obra de arte es pensarla como si ella perteneciera todavía al " dimanche de la vie" -concepción que sólo valdría para caracterizar una cierta experiencia "dominguera" del arte, una concepción para la que su absorción por parte de las industrias del ocio y el entretenimiento habrá de aparecerse naturalmente fácil. El propio pensamiento de Arnold Gehlen, en su caracterización conceptualista del arte contemporáneo, aporta instrumentos para entender este carácter exonerante no en tales términos, sino en los de única auténtica resistencia, una auténtica presión ejercida para cuestionar radicalmente las presuposiciones en base a las que se estructura el orden logocéntrico de la representación.

El arte contemporáneo no habría tenido nunca, en efecto, la pretensión de ofrecer ornamento, distracción o entretenimiento. Sino más bien al contrario la de denunciar de modo radical las insuficiencias del mundo que vivimos. Menos la de avalar un orden de la representación que la de precisamente cuestionarlo, menos la de ofrecerle al hombre contemporáneo un sillón cómodo en que olvidarse por un momento de sus preocupaciones, que la de oponerle un espejo muy poco complaciente que le obligue a enfrentar sus insuficiencias, a reconocer sus más dolorosas contradicciones. El arte, en efecto, no es tanto oasis de paz como enardecido canto de guerra. Canto de guerra tanto más eficiente cuanto que, por darse su requerimiento de la interpretación y el comentario desde el propio seno de lo visual ostenta un poder propio y específico precisamente frente al "total condicionamiento de nuevo Salizzoni- de la experiencia por parte de los media audiovisuales".

Si observamos bajo esta perspectiva el arte producido en los años noventa veremos cómo en él, en efecto, no tanto se presta aval a la definición de las nuevas sociedades del capitalismo avanzado cuanto, al contrario, se insiste en señalar sus insuficiencias, en hacer su crítica radical. Todo el arte multicultural y de la corrección política es, por ejemplo, reivindicación de una identidad diferencial que reclama su reconocimiento frente a una concepción universalista del sujeto diseñada bajo la prefiguración de un interés etnocéntrico, y aún posiblemente falocéntrico. La referencia constante al cuerpo es testimonio dolido, antes que nada, precisamente de su extravío, de la dificultad de habitarlo que comporta un modelo insuficiente de concebir la subjetividad en relación a él. Todo el nuevo arte experiencial y narrativo es denuncia de la pobreza de experiencia que caracteriza una vida organizada bajo la presión despótica del nuevo orden comunicativo. E incluso toda la contemporánea indagación en las posibilidades de la utilización de nuevas tecnologías es búsqueda de instrumentos que permitan desarrollar esas nuevas formas de narración en las que el sujeto de experiencia pueda encontrarse con aquello que Benjamin llamaba "el lado épico de la verdad", la emergencia de lo extraordinario.

Enfrentemos ahora un último equívoco. Aquél que ha consentido que el constituirse el arte como crítica logocéntrica de la representación como crítica de las pretensiones de estabilidad de cualquier economía de la significancia, y por tanto como "máquina de multiplicación de las interpretaciones", haya sido puesto al servicio de una afirmación falsamente "pluralista" según la cual, y en el marco de una presunta "estética débil", "todo vale". Ese "todo vale", que defiende un inocuo y débil pluralismo fácilmente convertido en coartada del nuevo liberalismo, ignora como poco que hay una cierta perspectiva que en arte, cuando menos, "vale más". Aquella que es capaz de reconocer en él una última máquina de guerra, la instancia máximamente crítica frente a un mundo organizado desde las presuposiciones de estabilidad de la economía de la representación.

Tanto más vale el arte cuanto más cuestiona esas presuposiciones. Reconocer que en ello el arte opera como máquina de proliferación de las interpretaciones es algo bien distinto a defender que todas ellas valgan por igual. Cuando menos, puede asignarse un mayor valor a aquella que sirve más a su proliferación a la multiplicación de las interpretaciones- frente a aquella que se limita a ofrecer una tan solo: mayor valor a aquél arte que todavía hoy se manifiesta como radical crítica de la representación que a aquél que, en cambio, se limita a hacer mero ejercicio de ésta. Más valor a aquél arte que todavía se atreve a hablar el lenguaje de la autorresistencia que a aquél que, complaciente con las transformaciones en curso, se entrega convertido entonces en apenas ocasión de ornamento, ocio y entretenimiento a ociosamente disfrutar la deshonrosa paz del vencido. A aquél que, situándose en la afirmación de su propio ocaso, habla sin pudor el lenguaje de su autorresistencia, para, desde él, decir la insuficiencia -la profunda crisis- del sistema mismo que le acoge, para enunciar en ese su autoproclamado final la necesidad política de trabajar por el rebasamiento radical del mismo ciclo civilizatorio que le produce y desactiva.

Es cierto que reconocer la presencia de este impulso mantenido de vocación crítica requiere del espectador el esfuerzo añadido de atisbar por entre las escasas grietas que un sistema exhaustivamente institucionalizado pueda dejar abiertas pues es en esas mismas grietas donde ese darse radical de otra función del arte que una de mero "descanso" o entretenimiento pueda darse. Pero ello no ha de extrañarnos. Poco en efecto podríamos esperar de aquello que puede conseguirse sin esfuerzo alguno y el arte auténtico, mal que pueda ello contradecir la versión de la institución que lo domestica, no se ofrece así, como mera distracción o como mero ornamento. Como hace ahora ya más de tres siglos escribiera Spinoza: "en efecto: si la salvación estuviera al alcance de la mano y pudiera conseguirse sin gran trabajo, ¿cómo podría suceder que casi todos la desdeñen? Todo lo excelso es tan difícil como raro". Menospreciar esa dificultad, cuando hablamos de arte contemporáneo, resultaría un grave error.


Historia del Arte y Lenguaje: Algunas Cuestiones
Por Salim Kemal, Ivan Gaskell[1]

El propósito de este volumen -el primero de una nueva serie- es ofrecer un registro de respuestas por filósofos e historiadores del arte a algunas cuestiones cruciales generadas por la relación entre el objeto de arte y el lenguaje en la historia del arte.
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La elección de "historia del arte" preferentemente a "crítica de arte" en este contexto requiere comentario. Stephen Bann distingue entre las dos actividades: la historia del arte "sigue la fortuna de un objeto en el tiempo" mientras que la crítica de arte "provee una evaluación extratemporal de ese objeto"[2]. Deberíamos agregar que la historia del arte procura definir las circunstancias en las cuales el objeto de arte fue inicialmente producido y percibido. Tampoco deberíamos olvidar que construímos nuestra historia del arte desde una particular postura que toma de y contribuye a una cultura general. Deberíamos recordar, además, que la crítica de arte es inherente a la historia del arte. En su artículo de este volumen, Michael Baxandall emplea cuidadosamente el término "crítica de arte" mejor que el de "historia del arte" subsumiendo este último en el anterior[3].
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Algunos historiadores del arte académicos pueden preferir minimizar el hecho de esta interrelación, ya que la relación de la historia del arte con la recuperación histórica -no con la crítica- primariamente la signa como una actividad académica. Como señala Norman Bryson, la crítica de arte es tratada generalmente como periodismo[4]. Mientras agradecemos la validez de las evaluciones de Bann, Baxandall y Bryson, sin embargo, hemos elegido enfocar la historia del arte como una disciplina académica más que la crítica de arte tal como es percibida generalmente. No obstante, los argumentos presentados por nuestros colaboradores son tan significantes para la crítica de arte como para la historia del arte.
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La inextricabilidad de la crítica desde la historia del arte es clara desde los primeros capítulos de la colección. Estos examinan la "presencia" de obras de arte. Esta cuestión también demuestra la proximidad de los intereses histórico-artísticos y filosóficos. Algunos críticos, como el tardío Peter Fuller, han argumentado que el objeto de arte tiene una presencia distintiva porque significa (signals) una trascendencia de la vida cotidiana[5]. Dada "la omnipresente ausencia de Dios", Fuller propone que "el arte y el gama de la experiencia estética proveen el único tenue recuerdo de trascendencia". Esta trascendencia de una aspecto cualitativo y evaluativo del arte, así como "toda respuesta estética es un acto de discriminación que implica una jerarquía de gusto"[6]. Y esta jerarquía es el tema de la justificación filosófica.
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Mientras Fuller se autorestringe a reintroducir la categoría de lo "espiritual", otros son más positivos acerca de los comitentes filosóficos necesarios para explicar la "presencia" del arte. En The Philosopher on Dover Beach, Roger Scruton argumenta que cualquier experiencia estética que carece de una dimensión religiosa permanece inadecuada[7]. De manera similar, George Steiner sugiere que las grandes obras de arte son valuables en última instancia porque están "tocadas por el fuego y el hielo de Dios"[8]. Ambas son respuestas al contexto contemporáneo al momento en el que la gente se cuestionó la legitimidad de un canon simple y -en la frase de Fuller- "un orden simbólico compartido"[9]. Regresando a Dios y a la ostensiblemente compartida experiencia natural de la humanidad, ambos autores parecen perseguir las certitudes de una perspectiva y un orden pre-modernos.
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Esta regresión no es nuestra única opción. Los autores de los dos primeros capítulos de este volumen, Jean-François Lyotard y Stanley Rosen, han explorado la naturaleza de esta trascendencia en trabajos recientes, como sublimidad y apertura al objeto[10]. Incluso han flirteado en estos capítulos con un vocabulario religioso; pero más que confiarse a sí mismos a una consideración religiosa para explicar la "presencia" de los objetos de arte, Lyotard y Rosen desarrollan otro aspecto crucial de la relación entre arte y filosofía, examinando la presencia de objetos de arte y su específico e irreductible aspecto visual.
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En "Presencia", Lyotard presenta su argumento en forma de diálogo alusivo apropiado para el constante aplazo de la presencia del objeto en nuestra aprehensión y nuestra reflexión en el lenguaje. Explica que hablar de presencia apunta en dirección al objeto de arte, en dirección a un orden preconceptual. Incluso aunque esto enfatiza lo particular, esa presencia visual de obras de arte no prohíbe la reflexión o el comentario. Pero éste debe buscar fuera los presupuestos de un objeto de arte en y a través del trabajo mismo, más que aplicando alguna teoría general para relacionar este trabajo a todos los otros.
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En "Escritura y Pintura: el alma como hermeneuta", Rosen toma un tema similar. Citando al Filebo de Platón y sus dos demiurgos de Escritura y Pintura, propone que en cualquier intento por usar el lenguaje hermenéuticamente para comprender objetos, fracasará el pintor. Esboza cuestiones de la Crítica de la Razón Pura de Kant en una particular lectura para contrastar la aproximación hermenéutica con una directa apertura a las cualidades del objeto. Sólo esta apertura garantiza la coherencia de nuestro pensamiento y nuestra experiencia, sostiene[11]; y su insistencia en la irreductibilidad de pintar a escribir plantea cuestiones de cómo las dos deberían ser siempre enlazadas.
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En el capítulo 4, "Correspondencia, propiedades proyectivas y expresión en las artes", Richard Wollheim desarrolla una teoría del lazo entre el lenguaje y el objeto de arte. Algunos teóricos encuentran interesante al objeto de arte porque es expresivo. Recientemente, algunos han argumentado que tal expresión es mejor comprendida por analogía con el lenguaje y la gramática (por ejemplo, Art and its Objects del mismo Wollheim)[12]. Sin embargo, la mayoría de las teorías de este tipo se derrumban cuando fracasan en explicar cómo adscribimos una propiedad psicológica, como por ejemplo expresividad, a los objetos. En su capítulo, Wollheim provee un mecanismo para esta adscripción elaborando una concepción de "propiedades proyectivas"[13]. Esto produce una fundamentación para teorías de expresión en las artes que, por implicancia, también fundamentarán justificaciones lingüísticas de expresión.
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Este capítulo desarrolla el trabajo más temprano de Wollheim sobre pintura, expresión y significado de los objetos[14]. Su disminución de al menos un elemento crucial de la supuesta resistencia de los objetos de arte al lenguaje -explicando una relación entre mente y objeto- es especialmente pertinente al tema de este volumen. El uso del lenguaje para comprender el objeto concierne también a Michael Baxandall. En su capítulo, "El Lenguaje de la Crítica de Arte"[15], desarrolla una respuesta práctica e histórico-artística a la cuestión. Deberíamos tener in mente que el análisis de los principios de la historia del arte de Baxandall surge de problemas específicos de la historia del arte. Su consistente atención al objeto de arte como una entidad física (relacionada con su experiencia pasada como curador de museo), incrementa su influencia entre historiadores del arte. Esto incita a muchos de sus colegas a creer en su juicio teorético más fácilmente que en el de aquellos otros que se abstienen de tal atención.
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En su capítulo, Baxandall delinea su concepción de los "hechos básicos en la vida de la crítica de arte". Estos son tres. Primero, el lenguaje disponible para aquellos que escriben acerca del arte es culturalmente limitado. En segundo lugar, el discurso sobre arte debe ser demostrativo más que descriptivo y, además, es predominantemente oblicuo. Tercero, la forma lineal del discurso es extraña a su objeto, el cual es precibido por exploración y resolución. Baxandall atiende más estrechamente al segundo asunto, analizando el uso del lenguaje por la crítica de arte, al esbozar distinciones basadas en las variadas relaciones implícitas entre el hacedor, el objeto, y el espectador. Argumenta que casi todo este lenguaje es metafórico, incluso cuando en muchas casos la fuerza original de la metáfora se ha perdido.
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Lo concerniente a la metáfora y el lenguaje figurativo remite el capítulo de Baxandall a aquellos que lo siguen, pertenecientes a Catherine Lord y José Benardete, Carl Hausman y Richard Shiff. Claramente, el punto en el que el lenguaje y lo visual devienen inextricables continúa siendo central en los intereses de este volumen. Los filósofos y los historiadores del arte tienen intereses relacionados en este asunto. La cualidad del arte que Lyotard y Rosen identificaron en sus trabajos como irreductiblemente visual y a la que Wollheim hace accesible para la expresión y el lenguaje, Baxandall quiere comprenderla hablando del hablar de las obras de arte. Pero se da cuenta que lo distintivo de los objetos de arte -su interés visual- no es francamente comprendido en el lenguaje descriptivo prosaico. Necesitamos, entonces, comprender qué tipo de lenguaje está en cuestión y cómo debe trabajar yendo del interés particular al visual.
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En su capítulo, "Baxandall y Goodman", Catherine Lord y José Benardete sostienen que el lenguaje y lo visual inevitablemente se interprenetran porque sólo el uso del lenguaje constituye al objeto de arte.. Esto les permite aceptar la idea de Baxandall de que hablamos sobre hablar acerca del arte. Pero también sugieren que Baxandall depende de una insostenible concepción del lenguaje de la historia del arte como catacrésico. Ven la teoría de Nelson Goodman acerca de los Languages of Arts[16] como lo que provee un complemento correctivo a Baxandall. Proponen que la teoría de Goodman provee una exitosa concepción del significado que justifica adscribir cualidades relevantes a los objetos de arte.
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Carl Hausman también considera la naturaleza metafórica del lenguaje histórico-artístico. En "El Lenguaje Figurativo en la Historia del Arte" argumenta que la metáfora es inevitable en la historia del arte porque las obras de arte, como resultados de la creatividad, están constituídas de significados nuevamente producidos. El lenguaje standard busca precisión descriptiva, y debe ser repetible y reconocible. Además, no puede articular completamente la novedad intrínseca del objeto de arte. Porque genera nuevos significados, el lenguaje metafórico es peculiarmente apropiado para articualr la novedad de los objetos de arte.
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Hablar de la metáfora genera la pregunta acerca de qué tipos de lenguaje figurativo sigue el lenguaje de la historia del arte. Tanto en su artículo como en su libro Metaphor and Art[17], Hausman depende de una interactiva teoría de la metáfora. Otro tipo de lenguaje figurativo también puede estar disponible para los historiadores del arte. Richard Shiff examina y aplica el lenguaje metafórico de la historia del arte en un análisis de obras de Cézanne en el capítulo 8, "La Fisicalidad de Cézanne: las Políticas del Toque". Su énfasis está en la catacresis, a la que presenta como una inevitable metáfora. Algunas metáforas dependen de la sustitución o de la comparación para sus significados; por contraste, la catacresis no ofrece opción de este tipo. Por ejemplo, como sugiere Shiff, cuando hablo del brazo de una silla, no estoy sustituyendo "brazo" por alguna otra cosa. Este término puede aludir al brazo humano, y de hecho hay alguna comparación trabajando, pero lo estamos usando como el término usual y único disponible para referirnos a esa parte de una silla. En su trabajo, Lord y Benardete cuestionan la eficacia de la catacresis en la historia del arte argumentando que una metáfora que opera con el mecanismo de resemblanza no puede sustanciar una predicación genuina. Sin embargo, por atracción del análisis de Merleau-Ponty de la ambigüedad de la relación entre sujeto y objeto, yo y otro, tacto y visión, producida por catacresis, Shiff argumenta que la catacresis provee un medio entre ambos para concebir la construcción de objetos de arte y comprenderlos a través del lenguaje.
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El ensayo de Shiff, entonces, ejemplifica el lenguaje catacrésico de la historia del arte. La gente ha supuesto que la cuestión de la relación entre el lenguaje y el objeto de arte surge porque son absolutamente distintos uno del otro. El capítulo de Shiff, así como los de Baxandall y Hausman sugieren por contraste que la búsqueda de tal pureza está desviada. El lenguaje de la historia del arte no existe independiente de cada uno de los otros como entidades puras.
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Una aproximación que da prioridad al lenguaje sobre los objetos de arte "independientes" es central en el capítulo 9, "Condiciones y Convenciones: Acerca de la Disanalogía de Arte y Lenguaje", de David Summers. Puntualizando que los términos son a menudo combinados en los escritos histórico-artísticos, Summers esboza una clara distinción entre condiciones, como aquellos factores sin los cuales cualquier obra de arte dada no podría existir, y convenciones, las que -argumenta- están estrechamente relacionadas a la comprensión en términos lingüísticos. Para Summers, las convenciones deben ser secundarias a las condiciones. Haciendo esta distinción, argumenta que una comprensión de las imágenes conceptuales como icónicas -o sea no arbitrarias y dependientes de metáforas visuales- oculta el pensamiento occidental acerca del arte. Comenzando con la consideración clásica, va a examinar dos versiones de la semiología de Ferdinand de Saussure y aspectos de la consideración de Sir Ernst H. Gombrich de la psicología de la percepción del arte para mostrar que una comprensión puramente lingüística es inadecuada para los objetos de arte. La necesaria carencia de completa equivalencia entre imagen y referente es esencial para el uso y significado de la imagen, lo que está lejos de ser agotado por reconocimiento del aspecto referencial de la imagen. Summers propone que el contexto espacial real de un objeto de arte -la culturalmente específica articulación del espacio en la que existe- constituye sus condiciones, formando las bases de la construcción convencional del significado.
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Si David Summers demuestra una de las maneras en que las analogías lingüísticas son inadecuadas para los objetos de arte, Andrew Harrison demuestra otra en el último capítulo de este volumen, "Una sintaxis mínima para lo pictórico: lo pictórico y lo lingüístico -analogías y disanalogías". Harrison reafirma la cualidad peculiarmente visual de los objetos de arte. Argumenta que los objetos de arte tienen un carácter específicamente visual que permanece incluso luego de que el lenguaje ha articulado todo lo que pudo, pero el cual no obstante puede ser concebido sintácticamente -o sea, por medio de una estrictamente limitada analogía con lo lingüístico. Este carácter visual impulsa nuestro distintivo interés en el objeto de arte.
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Un breve sumario introductorio, lejos de agotar el contenido de estos artículos. Un número de otros temas y cuestiones los estructura e interrelaciona. Una cuestión es el punto en el que los objetos de arte dependen totalmente de la intención comunicativa del artista. El artículo de Richard Wollheim hace crucial este punto para los significados de las obras[18]. Otros rechazan esta sugerencia. Andrew Harrison propone que el significado de una obra depende de la sintaxis, la que no puede depender de las solas intenciones y puede incluso frustrarlas. La intención del artista carece de autoridad sobre el objeto y su significado, y la comunicación entre espectadores alrededor del objeto puede tener lugar debido a esa sintaxis, a pesar de la ausencia de intención del artista. El artículo de David Summers desarrolla la cuestión de la estructura del objeto de arte a través de la distinción entre convención y condiciones, mientras el rol que Carl Hausman adscribe a la metáfora, con la estructura lingüística que implica, también rompe con la dependencia del significado de las solas intenciones del artista.
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Otro tema que determina algunos de los capítulos el el contexto cultural y social del arte. Esto no debería ser sorprendente en un texto concerniente a la historia del arte, pero es un factor que los estetas pueden fácilmente ignorar por la comprención de una pura "experiencia estética" abstraída de lo concerniente al contexto. La distinción de David Summers entre convenciones y condiciones busca dar lugar a esta contextualización histórica y social. Reconociendo que las condiciones emergen de un contexto social y cultural, su artículo afirma la interrelación vital entre arte y cultura. Nos recuerda que construímos las condiciones y las convenciones de nuestros análisis histórico-artísticos de obras desde una particular postura que contribuye a y forma cultura. Así, podemos agregar a nuestra concepción de historia del arte que no sólo define las circunstancias en las que los objetos de arte fueron inicialmente producidos, sino que también ayuda a determinar el contexto cultural de nuestra comprensión de las obras de arte. Carl Hausman implica un punto similar. Como el lenguaje histórico-artístico es metafórico, genera nuevos significados comprendiendo al objeto de arte y así contribuye a nuestra construcción de cultura. Jean-François Lyotard y Richard Wollheim también sugieren el rol crucial de la cultura. La sensibilidad de Lyotard para las asociaciones peculiares que constituyen la presencia de las obras de arte (aquí específicamente pinturas recientes de Valerio Adami, Shusaku Arakawa y Daniel Buren), ubica al trabajo en un particular contexto psicológico y cultural, mientras el informe de Richard Wollheim de las propiedades proyectivas y la expresión reconoce la naturaleza convencional del producir y apreciar objetos de arte.
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Las cuestiones surgidas en este volumen son también consecuencia de las prácticas del arte contemporáneo, donde la relación entre filosofía, historia del arte y crítica de arte ya es importante. En su capítulo Andrew Harrison escépticamente observa que parte del arte moderno "es virtualmente una forma de filosofía". Mientras parte del arte contemporáneo puede incluso no ser más que la manifestación visual de la teorización degradada, el trabajo de otros artistas contemporáneos puede ser fuertemente descartado dentro de esa lectura. Barbara Kruger y Jenny Holzer, por ejemplo, están entre esos artistas que examinan directamente la inmanencia del lenguaje en el arte, empleando slogans de una imaginería aparentemente apropiada de la publicidad y el truísmo proverbial de los indicadores electrónicos. Tales trabajos nos recuerdan que las exploraciones disciplinadas de artistas con cuestionamientos conceptuales, que incluyen la relación entre el objeto de arte y el lenguaje, han conformado una larga avenida de cuestionamiento tan importante como aquella transitada por filósofos académicos.
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Otra cosa concerniente a la práctica del arte contemporáneo es el desarrollo de medios de evasión de la producción de objetos de arte como tales. Aquí, nuevamente, el examen de las relaciones entre lenguaje y arte es crucial. La más obvia entre las estrategias seguidas por los artistas ha sido el crecimiento del arte de la performance. Una performance no puede ser tratada en los mismos términos de exhibición y comercio que un objeto de arte. Y, como ha demostrado Henry Sayre, las cuestiones generadas por la performance han sido tomadas por muchas otras formas de la práctica del arte contemporáneo[19]. Es considerablemente concerniente en la relación del objeto de arte con la galería, como el principal lugar de exhibición y, por lo tanto, de definición. Dos respuestas han sido usar alternativa y, por lo tanto, implícitamente lugares subversivos -por ejemplo, carteleras publicitarias-, y redefinir la galería como un espacio de instalación total, más que un agrupamiento ostensiblemente "natural" que valida los objetos por exhibirlos como arte.
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Parece relacionable mencionar los desarrollos en la práctica de artistas, curadores de galerías y críticos en esta confluencia porque ayudan a determinar las concepciones contemporáneas del arte más temprano, aún largamente yacente más allá del límite del discurso académico. A pesar del entrenamiento artístico ubicándose en el marco laboral de las instituciones educativas, haciendo, exhibiendo y comentando el nuevo arte, están escasamente vistas como actividades académicas. Sin embargo, nos hemos ido acostumbrado mucho a una progresiva elisión del arte y su comentario así como los artistas comenzaron a usar tanto los medios visuales como el lenguaje, a veces por separado, aunque cada vez más en conjunto. Además, muchos curadores consideran a la exhibición tan importante como el comentario textual a la hora de formar respuestas críticas al arte. En consecuencia, deberíamos tener in mente que alguna gente comprometida en estas actividades cree que el lenguaje solo, aunque ricamente figurativo, siempre será inadecuado para la tarea de comprender analíticamente el objeto de arte, o incluso poéticamente.
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Quisiéramos argumentar, sin embargo, que el arte -aunque definido- es en algún sentido sensible a un examen independiente del lenguaje, como sugieren los capítulos de este volumen. Esto es así inclusive si "el vocabulario inferencial maduro en completo acto" favorecido por Michael Baxandall no demuestra ser demasiado adecuado para todo propósito. Un conocimiento de las cuestiones filosóficas puede refrescar lo concerniente a la aplicación del lenguaje al arte. Esperamos que una aproximación filosófica a estas cuestiones alentará a los historiadores y críticos de arte a medir el significado, precisión y coherencia de sus lenguajes, por ejemplo, para cuestionar la fiabilidad de conceptos importados de la semiología y de otras terminologías totémicamente tratadas. De forma similar, los filósofos pueden alcanzar una más precisa comprensión de los esfuerzos cotidianos de los historiadores del arte para reconciliar la experiencia visual con el lenguaje, a menudo siguiendo las cuestionantes presiones de intelectualmente nada encantadoras preguntas acerca de quien hace un objeto de arte dado, por que medios, donde y cuando.
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El interés común de todos los colaboradores de este volumen es la aplicación del lenguaje al objeto para dar cuenta totalmente del arte visual. Todos aquellos que desean reconsiderar el hacer y criticar arte tendrán que enfrentar la cuestión de la relación entre el objeto de arte con el lenguaje y estamos convencidos de que las cuestiones que nuestros colaboradores han generado en los artículos que siguen son centrales para cualquiera de tales reconsideraciones.

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[1] Tomado de KEMAL, Salim, GASKELL, Ivan (eds.). The Language of Art History. Cambridge: Cambridge University Press, 1991. 245 p.; il. b. y n. ("Cambridge Studies in Philosophy and the Arts"). Traducción: Marcelo Giménez.
[2] Stephen Bann, The True Vine: On Visual Representation and the Western Tradition (Cambridge, 1989), p. 112.
[3] Baxandall desarrolla esta cuestión aún más en Patterns of Intention: On the Historical Explanation of Pictures (New Haven and London, 1985). Ve la explicación histórica de los objetos de arte como en un sentido un "gusto especial" en el discurso de la crítica de arte y la historia del arte como una tentativa crítica esencialmente (ver especialmente p. 135-137).
[4] Norman Bryson, Looking at the Overlooked: Four Essays on Still Life Painting (London, 1990), p.8-10.
[5] Véase Peter Fuller, Images of God: the Consolations of Lost Illusions (London, 1985; 2º ed. 1990). En varios de los ensayos recogidos en "Wonder" and Other Essays: Eight Studies in Aesthetics and Neighbouring Fields (Edinburgh, 1984), R.W. Hepburn explora la trascendencia en nuestra apreciación de la belleza natural y sus representaciones.
[6] Fuller, Images (ed. 1990), p. xiii.
[7] Roger Scruton, The Philosopher on Dover Beach (London, 1990).
[8] George Steiner, Real Presences: Is There Anything in What We Say? (London, 1989), p. 223.
[9] Fuller, Images (ed. 1990), p. 10-16.
[10] Véase Jean-François Lyotard, Le Différend (Paris, 1983; ed. en inglés, The Differend: Phrases in Dispute, trad. de Georges Van Den Abbeele, Manchester, 1989) y Stanley Rosen, The Quarrel betweern Philosophy and Poetry: Studies in Ancient Thought (New York and London, 1988).
[11] Véase Rosen, Quarrel, capítulos 1 y 10.
[12] Richard Wollheim, Art and its Objects (New York, 1969; 2º ed. con seis ensayos suplementarios, Cambridge, 1980).
[13] "Proyección" en este contexto trae el eco del uso del término por Sigmund Freud en su análisis del caso Schreber de 1911 ("Psycho-Analytical Notes on an Autobiographical Account of a case of Paranoia (Dementia Paranoides)", trad. de Alix y James Strachey, en The Standard Edition of the Complete Psychological Works of Sigmund Freud, vol xii (London, 1958), p. 3-82, especialmente pp. 66-71). Para la aplicación del término por Wollheim a la experiencia del arte, véase Richard Wollheim, The Thread of Life (Cambridge, 1984), especialmente p. 214-215, y también su Painting as an Art (Princeton,, N.J., and London, 1987), especialmente p. 82-85.
[14] Notablemente Painting as an Art (véase nota 12).
[15] El capítulo es una versión revisada de un artículo originalmente publicado en New Literary History (10 -1979-, p. 453-465).
[16] Nelson Goodman, Languages of Art: An Approach to a Theory of Symbols (Indianapolis and New York, 1968; 2º ed. Indianapolis, 1976).
[17] Carl Hausman, Metaphor and Art: Interactionism and Reference in the Verbal and Nonverbal Arts (Cambridge, 1989).
[18] Wollheim toma el mismo punto en otros escritos, v.g., Painting as an Art (véase nota 12), especialmente en la p. 96: "La experiencia del espectador (de una obra de arte) debe coincidir con la intención del artista, pero aquella no tiene que suceder a través del conocimiento de ésta".
[19] Henry M. Sayre, The Object of Performance: The American Avant-Garde since 1970 (Chicago and London, 1989).

RAÚL RUIZ Y LA DECONSTRUCCIÓN DE LA TEORÍA DEL CONFLICTO CENTRAL
por Adolfo Vásquez Rocca

Introducción

* Este texto corresponde a la Conferencia de igual título dictada por el profesor Adolfo Vásquez Rocca, en el marco de un Simposio Interestamental en torno a la figura de Raúl Ruiz organizado por las universidades de Valparaíso. Aquí se aborda de modo sumario tanto las propuesta ruiziana de una Poétique du cinema, así como la deconstrucción de la teoría del conflicto central, la cual comporta una revisión de la crítica al teatro antiguo y la defensa del teatro moderno hecha por Bernard Shaw y por Ibsen. También, en un apéndice, se fundamenta la tesis de la abstinencia volitiva mediante la revisión de textos fundamentales de Arthur Schopenhauer.

** Dado que en su Conferencia el profesor Vásquez Rocca contó con el realce de la presencia del mismo Raúl Ruiz, con quien sostuvo una críptica, aunque no por ello menos interesante y amena conversación, se ha decidido incorporar al texto definitivo las valiosas puntualizaciones que el cineasta fue realizando bajo la forma de diálogo durante la ponencia. Sólo, por razones de estilo, no se incorporaron la serie de anécdotas y eruditas observaciones que Ruiz empleó para ilustrar su original y lúcido pensamiento sobre el arte cinematográfico y sobre la cultura en general, quedando estas cuestiones reservadas para una publicación, actualmente en prensa, bajo el patrocinio de Ediciones Universitarias de Valparaíso S.A.

I

Para nadie en el ambiente cinematográfico fue sorpresa cuando Raúl Ruiz, radicado en París, a fines de la década del ochenta era galardonado con un “premio” especial, recibido por pocos cineastas en la historia del cine mundial: Cahiers du Cinéma, la mítica revista de cine francesa, representativa del nivel más avanzado entre la crítica europea, venía a dedicar un número entero a Ruiz. Homenaje sin duda, al cineasta “francés” más importante del momento, el único que está planteando líneas renovadoras en un arte reducido a un grupo de grandes clásicos (Rohmer, Bresson, Godard), pero que ha sido escaso en nuevos autores.

Cahiers du Cinéma: El caso Ruiz

A manera de tributo a este maestro del cine postmoderno, que pese a ello, es –a la vez considerado un clásico he querido incluir la traducción del prefacio del número especial de la revista Cahiers, escrito por el redactor en jefe, Serge Toubiana, y titulado “El caso Ruiz”; el texto es el siguiente:

“Un número entero consagrado a un cineasta, eso no se veía desde hacía tiempo en los “Cahiers”. Recordamos sí el especial Eisenstein en 1971, el número 300 de Godard y los “fuera de serie”: Welles, Pasolini, o Hitchcock. Ahora es el turno de Raúl Ruiz, el cineasta más prolífico de nuestro tiempo, aquel cuya filmografía es casi imposible establecer, por lo diversa y multiforme que resulta ser su producción desde hace más de veinte años. Raúl Ruiz, un cineasta que navega entre Lisboa, Rótterdam y París, lejos de su lugar de partida, Santiago de Chile, donde no se siente a gusto para vivir.

Es un cineasta cuya manera de producir es de una elasticidad sin igual: desde un pedido para televisión a pequeñas producciones regionales o locales (en el extranjero o en Francia), siempre manteniendo una actividad casi regular en el INA (Instituto Nacional Audiovisual), donde él hace funcionar un mini-laboratorio de “nuevas imágenes”, como lo hacía Mélies, por ejemplo; a esto debe agregarse su actividad académica, como Profesor visitante de Cine en la Universidad de Harvard y como conferencista en las más importantes universidades de Europa y los Estados Unidos.

Todo el cine de Ruiz es un cine “torcido”, porque es visto a través de curiosos prismas, siempre desnaturalizando la perspectiva clásica: un cine de “tuerto” (que es el título de una de sus películas). Así como cada plano ruiziano lleva una marca, una cifra, o un secreto (un poco como Welles, y los más grandes), una torsión, él propone ejes de toma de vista imposibles, utiliza todos los trucos; la banda sonora a su vez es polifónica, multilingüe, resuena con tantos acentos diferentes como co-producciones o personajes hay en la ficción.”

II

Raúl Ruiz ha configurado con su filmografía un universo poético de sensibilidad barroca. Su cine nace de una continua reflexión acerca del lenguaje y los modos narrativos del cine, así como de su gusto por la experimentación.

Aquí cabe una advertencia inicial: el lenguaje de Ruiz ha sido tomado con excesiva seriedad, tal vez debido a que en sus películas poca gente ríe. Pero no nos engañemos, son obras cargadas de un humor corrosivo que desafía las convenciones más persistentes. Detrás de la lógica narrativa y la Poética que me propongo analizar subyacen algunas bromas. Esto no debe sorprendernos, dado que autores como Buñuel o Welles, que trataron de enunciar los problemas de los que ocuparemos, fueron considerados como bromistas.

Ahora bien, se sabe no obstante que toda broma enmascara un problema serio. Tal vez por ello Wittgenstein, filósofo paradigmático de los juegos de lenguaje y los nuevos contextualismos, a los que Ruiz es tan cercano, propone, con toda seriedad, que un tratado de Filosofía bien puede estar constituido sólo por chistes o sólo por preguntas.

Expongamos el primer enunciado de esta teoría: “Una historia tiene lugar cuando alguien quiere algo y otro no quiere que la obtenga. A partir de ese momento, a través de diferentes digresiones, todos los elementos de la historia se ordenan alrededor del conflicto central”.

Para decirlo sumariamente y de paso develar uno de los supuestos ideológicos en los que se funda la teoría del conflicto central, digamos desde ya que el cine de Ruiz refuta o, si se quiere, deconstruye (en una maniobra de desmantelamiento) algunas tesis epistemológicas, como la creencia en un mundo armónico y en una sola historia posible para el universo -al modo determinista. El cine de Ruiz, sin ser un cine de tesis, según intentaré mostrar, es un cine postmoderno. En sincronía con este “momento postmoderno”, que implica articular relatos que podrían ser excelentes ilustraciones de las más contemporáneas teorías semánticas, como la de Kripke acerca de los mundos posibles, el cine de Ruiz se emancipa de las pretensiones de los “grandes relatos”, de las ideologías totalizadoras derivadas de la voluntad de sistema. En su cine subyace más bien una fascinación por las aparentes “pequeñas historias”; un rechazo del racionalismo de la modernidad en favor de un juego de signos y fragmentos, de una síntesis de lo dispar, de dobles codificaciones.

En el cine de Ruiz se deja entrever la transformación estética de la sensibilidad de la Ilustración por la del Cinismo contemporáneo. Donde la ironía –pensemos en Rorty3– es una de las claves hermenéuticas para aproximarse al cine de Ruiz y entender los constantes “guiños” que está haciendo al espectador. Donde había una moral de la linealidad y univocidad –esto, en el marco de la lógica narrativa-, Ruiz introduce pluralidad, multiplicidad y contradicción, duplicidad de sentidos y tensión en lugar de inerciales códigos narrativos, tiranizados por el principio de identidad y de no contradicción (preconizados por la Lógica de Aristóteles), el cine de Ruiz se abre al “así y también asá” en lugar del unívoco “o lo uno o lo otro”, elementos con doble funcionalidad, cruces de lugar en vez de unicidad clara. Para decirlo con un artefacto de Parra “Ni sí ni no, sino todo lo contrario. El último reducto posible para la filosofía”4, en este caso para el cine, después de la decretada muerte del cine.

Volvamos al curso, de nuestro desarrollo; habíamos tomado un cruce.

La teoría del conflicto central tiende a hacernos creer que el mundo tiene una cierta armonía y que esta armonía es alterada por la violencia de la voluntad de atacar a otro para conseguir algo.

Yo quiero algo, si quiero algo trato de hacerlo, siempre alguien se opondrá, yo me llamo protagonista, el que se opone se llama antagonista; luchamos, esta lucha se agudiza, mientras más se agudiza todo lo que pasa en torno a la película u obra de teatro se va concentrando. Uno se va interesando en esto, uno quiere saber si ganará uno u otro (como en un partido) y finalmente gana uno; para esto, claro está, hay un complejo sistema de normas acerca de curvas de crisis, de clímax, etc.

Ahora bien ¿dónde está el origen de todo esto? El origen ideológico-estético de la teoría del conflicto central puede encontrarse a fines del siglo XIX en la crítica al teatro antiguo y la defensa del teatro moderno hecha por Bernard Shaw y por Ibsen.

Esta teoría se convierte no sólo en el esquema de toda narración teatral, sino también en el esquema que impera en todas las formas de ser del hombre moderno; y aquí ocurre algo curioso: se ha llegado al punto en que los sistemas narrativos están influyendo en la manera de ser y de actuar de la gente; la gente se inspira en las películas para hacer cosas.

Hemos llegado a un punto en el que el arte, y en particular el cine, ha vuelto a cumplir la función que alguna vez tuvo: la de engendrar formas de vida; no sólo individuales, sino colectivas e institucionales, en tanto configura no sólo un discurso, sino también una fuerza productora de “realidades” o al menos de relatos. Lo que en el marco constructivista es más o menos lo mismo: “La realidad es una narrativa exitosa”.

Ortega, por su parte, en “El Origen Deportivo del Estado”, señala que los hombres jóvenes, que son activos y enérgicos luchan, compiten; de esto surge un cierto interés por el deporte; luego, una vez cuando los hombres fijan ciertas reglas de esos deportes y esos deportes son todos el mismo y a la misma hora, eso se llama obra de teatro, cuadro, se llama música; y de ahí cuando se retira el placer –lo lúdico-, el sentido de la fiesta, ahí aparecen las Instituciones jurídicas y aparece el Estado. Hoy, frente a cierta decadencia de los estamentos del Estado, podríamos decir que, si bien al parecer nuestras instituciones han nacido de ciertas películas, de seguro que estas no han sido las mejores.

Por ahí se comienzan a entender las razones por las cuales Ruiz ha militado queriendo cambiar la estructura narrativa del cine -su lucha contra la teoría del conflicto central. La primera razón es que éste no es un problema trivial y tiene relación directa con el ethos del hombre que vive en una cultura y que se nutre de cierto cine -de paso digamos, si es que no se ha advertido, que la teoría del conflicto central se corresponde con la ideología norteamericana- y con el modo como surge o se producen las instituciones que dan forma a nuestra sociedad occidental.

Lo que he querido mostrar hasta ahora –sin estar seguro de haberlo logrado- es que el cine de Ruiz, cuyo conflicto central es su lucha con la teoría del conflicto central, supone una mirada sobre la alienación, mirada que no sólo asume la forma de profunda crítica social, sino que también revisa, con vistas a desmantelarlas, las bases epistemológicas en que se funda el proyecto racionalista de la modernidad.

La teoría del conflicto central, podemos agregar, excluye de igual modo las así llamadas escenas mixtas: una comida ordinaria interrumpida por un incidente incomprensible -sin razón ni rima, sin consecuencia- y que terminará en algo desconcertantemente trivial. Peor aún, no hay ahí lugar para escenas compuestas de sucesos “en serie”, varias escenas de acción se suceden, sin por ello continuarse en la misma dirección.

Los orígenes de esta teoría –la del Conflicto Central- se hallan en Henrik Ibsen y Bernard Shaw, aunque en rigor es posible rastrearla hasta el mismo Aristóteles. Los alcances de la misma nos aproximan a dos concepciones filosóficas, a las que Ruiz llama ficciones. La una es la concepción en la que el mundo se construye a fuerza de choques que afectan al sujeto cognoscente, y en la que el mundo no es sino un conjunto de colisiones. La otra ficción filosófica implícita en la teoría del conflicto central remite a la dialéctica de Engels, según la cual el mundo es un campo de batalla en el que se enfrentan tesis y antítesis en busca de una síntesis común.

Como se ve, ambas teorías van en el mismo sentido y apuntan a lo que se podría llamar una “presunción de hostilidad5”. Del principio de hostilidad constante en las historias cinematográficas resulta una dificultad suplementaria: la de obligarnos a tomar partido.

La teoría del conflicto central produce una ficción deportiva y se propone embarcarnos en un viaje en el que, prisioneros de la voluntad del protagonista, estamos sometidos a las diferentes etapas del conflicto en el cual el héroe es a la vez guardián y cautivo. Al final, somos puestos en libertad, entregados a nosotros mismos, sólo que algo más tristes que antes y sin otra idea en la cabeza que la de embarcarnos lo antes posible en otro crucero.

III

La teoría del conflicto central y las normas del cine norteamericano.
La teoría del conflicto central y lo que de ella se deriva está, según Ruiz, relacionado con ciertas discusiones sobre el determinismo y la libertad, la posibilidad de un individuo de escoger su propio destino. El mundo no es un puro conjunto de hechos de voluntad. Siempre hay un juego entre lo que uno quiere y los accidentes. El que tiene en cuenta el azar y es capaz de equilibrarlo con la voluntad, puede dar un cine muy distinto del norteamericano, en el que sólo juega la voluntad. Hay un cine, también, que hace exactamente lo contrario del cine norteamericano: viene del folletín del siglo diecinueve, que conocemos pervertido en las telenovelas, que constituyen una lógica narrativa alternativa. Allí en el folletín, dada una situación, se hacen las inferencias, se sacan las consecuencias. La gente debe interesarse en cómo van a pasar las cosas pero ya conoce el final.

Kafka, que es la versión abstracta de este sistema, es lo mismo: se sabe ya que el agrimensor nunca llegará al castillo.

Si volvemos al cine, en particular al género del melodrama, donde Fassbinder, aún siguiendo a los maestros como Douglas Sirk, supo imponer su sistema narrativo, sus obsesiones y sus demonios, podemos decir que encontramos un esquema similar -por cierto propio del melodrama-, el sentimiento de fatalidad, que convierte en vana agitación la lucha de sus personajes para evitar desenlaces que ya están decididos. Desenlaces de un drama previamente inmovilizado: donde el conflicto es mera ilusión.

Ahora bien, el feroz apetito de este concepto depredador va mucho más allá y constituye un sistema normativo. Una lógica como moral de la realidad o en último término de la narratividad. Sus conceptos han invadido la mayor parte de los centros audiovisuales; posee sus propios teólogos e inquisidores, así como su policía del pensamiento y la creación. Desde hace algún tiempo toda ficción que contravenga aquellas reglas será juzgada como condenable.

Sin embargo no hay equivalencia entre la teoría del conflicto y la vida cotidiana.

Es cierto que la gente se bate en pugnas y entra en competencia; pero la competencia no tiene la capacidad de concentrar en torno a ella la totalidad de los sucesos que le conciernen, no posee tal peso gravitatorio.

Examinemos la cuestión, veamos el tema de la elección; se trata de escoger –la paradoja de la libertad en Sartre. No nos queda más que escoger; actuar; el personaje no puede cancelarse y volver a su casa, en cuyo caso no habría historia.

Pero el problema es más complejo, no es sólo cómo se constituye la historia a partir de la elección, sino si hay más de una historia posible para el universo, en este caso. (Cuestión que también –si seguimos a Schopenhauer6- es una ficción, dado que la pregunta decisiva que aquí se impone es si podemos querer -en el sentido de elegir- lo que queremos).

Ahora bien, son, precisamente, los problemas que tocan a la elección y a la decisión los que preceden a las confrontaciones articuladas a partir del conflicto central. De modo que deconstruir la teoría del conflicto central supone, previamente, haberse hecho cargo de la cuestión de la decisión.

Comencemos por preguntarnos si acaso es concebible una historia sin centro ni punto de decisión.

Esta especie de huelga de acontecimientos7 –o desdramatización de la realidad– proviene tanto del desmantelamiento de la teoría del conflicto central, como del tratamiento recursivo de la cuestión de la decisión en la postmodernidad, en lo cual cabe reconocer una deuda fundamental con las ideas de Shopenhauer, quien, al igual que Nietzsche, constituye un antecedente temprano y fundamental de la postmodernidad.

Veamos el problema de la elección. En la elección se trata de escoger o decidir ante una o más alternativas, pero no es acaso posible una historia que no comporte ninguna elección y, con ello, no sólo el rechazo a elegir, lo que constituiría ya una elección, sino la total indiferencia o abstinencia volitiva.8

Comencemos por preguntarnos si acaso es concebible una historia sin centro ni punto de decisión.

Veamos el problema de la elección. En la elección se trata de escoger o decidir ante una o más alternativas, pero no es acaso posible una historia que no comporte ninguna elección y, con ello, no sólo el rechazo a elegir, lo que constituiría ya una elección, sino la total indiferencia o abstinencia volitiva.9

Una curiosa variación musulmana del tema de la alternativa, planteado ya por Shopenhauer en su Opúsculo sobre la libertad10, puede ser expuesta del siguiente modo. A fin de escoger, requiero primero escoger-escoger. Y a fin de escoger-escoger, debo escoger-escoger-escoger. Cuando hay alternativa, puedo pretender hacer de ella una especie de pozo sin fondo o, como lo llamaría Shopenhauer, un argumento de la razón perezosa. Otro problema, algo más práctico, consiste en saber cuántas opciones necesitamos para elegir. Aceptemos que necesitamos dos, y supongamos que en nuestra historia, al final de cada episodio, hay una alternativa entre dos opciones, y que cada elección sea una nueva, independiente de toda estrategia global; ahora bien, ¿qué decir de una historia que no comportara ninguna elección y no solamente el rechazo de elegir? (como Hamlet ante el dilema de vengar a su padre y hacer a su madre desgraciada). Al respecto cabe también hacer mención de otro tipo particular de historias, a saber, las historias sin elección o, al menos, con elección incierta. Como Bartleby, el héroe de la novela11 homónima de Melville. Su leitmotiv, “preferiría no hacerlo…”, fue el slogan de toda una generación.

En este bestiario de no decisiones no es posible dejar de incluir a una facción muy particular. Se trata de los politólogos rusos y norteamericanos que desarrollan una teoría abstencionista, la “Teoría de la resolución de conflictos”. En esta teoría la intervención se produce antes del conflicto, a fin de neutralizarlo. El método aplicado toma la forma de varios “conflictos de distracción” que tienen por tarea disolver y hacer olvidar el conflicto principal.
Finalmente, una última consideración en torno al tema de la decisión, y una confesión.

Parafraseando a Ruiz, cabe decir que cada decisión esconde otras más pequeñas –puede ser cínico o irresponsable– pero no puedo dejar de pensar que al tomar una decisión –por ejemplo, la de encontrarme aquí frente a ustedes– esta misma esconde una serie de otras decisiones que nada tienen que ver con ella. Mi decisión es un disfraz y tras ella reina la indeterminación, lo aleatorio y azaroso. Para ser franco, había decidido no venir hoy y, sin embargo, ya me ven, me encuentro entre ustedes.

IV

Polisemia visual, plan secreto y sinfonía dramática

El universo narrativo ruiziano que me he propuesto analizar está hecho de historias que se entrelazan y se cruzan reingresando sobre sí mismas, al modo de las paradojas autorreferenciales, tan propias de la lógica contemporánea –donde se pone en entredicho el principio de no contradicción que, como he señalado, tiranizó durante siglos la lógica de Occidente-; dando, de este modo, lugar a una especie de polisemia visual (3) donde se explora –por ejemplo– la idea, tan cara para la física cuántica, de que no existe simplemente una historia para el universo, sino una colección de historias posibles para el universo, todas igualmente reales. A esta posibilidad, la de internarse en los zigzagueos de estas historias, que se van armando a la manera de una urdiembre ontológica que entrelaza las diversas dimensiones de una realidad que en último término, y en una apelación chamánica, Ruiz dirá que obedece a un plan secreto, plan que al modo de un enigma siguen todas sus películas.

La forma de polisemia visual que quiero tratar consiste en mirar una película cuya lógica narrativa aparente sigue siempre más o menos una historia, y cuyos vagabundeos, fallas, recorridos en zig-zag, se explican por su plan secreto. Este plan sólo puede ser otra película no explícita, cuyos puntos fuertes se ubican en los momentos débiles de la película aparente. Imaginemos que todos estos momentos de relajo o distracción narren otra historia, formen una obra que juegue con la película aparente, que la contradiga y especule sobre ella.

Descubrir el plan secreto, descubrir la retórica de Ruiz, unir poéticamente la película fuerte con la débil. Reflexionar acerca de las paradojas, la lógica recursiva como medio narrativo y estético, ha sido el objetivo de este artículo, el cual debe ser considerado sólo como la primera aproximación a un proyecto editorial mayor ya en marcha.

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1 Artículo publicado por la Escuela Internacional de Cine, Revista Miradas, número 8, © 2005 - 2006
2 Doctor en Filosofía por la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso y Post Grado en la Universidad Complutense de Madrid, Dpto. de Filosofía IV, Estética y Pensamiento Contemporáneo.
3 RORTY, Richard, Ironía, continencia y solidaridad, Editorial Paidós, Barcelona, 1996.
4 PARRA, Nicanor, DISCURSO DE GUADALAJARA, en “Nicanor Parra tiene la palabra”, Compilación de Jaime Quezada, Editorial Alfaguara, Santiago, 1999.
5 RUIZ, Raúl, Poética del cine, Capítulo VII “El Cine como viaje clandestino”, Editorial Sudamericana, 2000.
6 SCHOPENHAUER, Arthur, El mundo como voluntad y representación, Madrid 1960; Sobre la cuádruple raíz del principio de razón suficiente, Madrid 1968; Los dos problemas fundamentales de la ética, Madrid 1965.
7 BAUDRILLARD, Jean, La ilusión del fin o la huelga de los acontecimientos, Editorial Anagrama, Barcelona, 2000.
8 RUIZ, Raúl, La Poética del Cine, Editorial Sudamericana, Santiago, 2000, p. 24.
9 RUIZ, Raúl, La Poética del Cine, Editorial Sudamericana, Santiago, 2000, p. 24.
10 SHOPENHAUER, Arthur, La libertad, Editor Alba, Madrid, 1999.
11MELVILLE, Herman, Bartleby, el escribiente, Editorial Alianza, Madrid, 2000.

Escuela Internacional de Cine / Revista Miradas número 8, © 2005 - 2006
Ediciones Universitarias de Valparaíso S.A.

EL ARTE CONTEMPORÁNEO ENTRE LA EXPERIENCIA, LO ANTIVISUAL Y LO SINIESTRO
por Miguel Á. Hernández-Navarro

Resumen

Existe en el arte reciente una desmedida pasión por lo real. Una fascinación que se presenta bajo un rostro janeiforme: por un lado, como un intento de subversión y transgresión de las reglas del contexto artístico para llegar al mundo real, y, por otro, como una tentativa de abolir las reglas sociales para llegar a un estadio preedípico más allá de la ley y la cultura. Si se observa bien, estos dos modos de presentación de lo real coincidirían, en primer lugar, con una suerte de «pasión por la realidad», la esfera de las cosas y la experiencia del mundo de vida, tal y como fue intuida por Michel de Certeau ( L'Invention du quotidien. París, Gallimard, 1990); y, en segundo, con la desmedida «pasión por lo real» del siglo XX atisbada por Alain Badiou, para quien lo Real, en sentido lacaniano, es aquello que «fractura» la realidad para poner «las cosas en su lugar » (El siglo . Buenos Aires, Manantial, 2005).

En este breve ensayo, me gustaría plantear algunas cuestiones referentes a estos dos modos de lo «real», nunca con la intención, ni mucho menos, de sentar cátedra, sino, más bien, con la de trazar algunas posibles líneas fuga para posteriores trabajos más extensos y sosegados. Pasaré, eso sí, un poco de puntillas sobre la «pasión por la realidad», para tratar con mayor énfasis el arte de lo Real, intentando proponer, a la luz de la idea de «antivisión» y del concepto freudiano de «lo siniestro», una mirada alternativa –complementaria – a las prácticas artísticas analizadas por Hal Foster en su célebre El retorno de lo real.

La pasión por la realidad

Una de las ideas esenciales del Voto de Castidad del manifiesto Dogma95, enunciado por Lars von Trier y Thomas Vinterberg, era una «regreso a la realidad» que sacara al cine de las convenciones a las que había llegado el oficio, en una especie de vuelta de tuerca al cinema-verité de los sesenta: «queremos la verdad, queremos fascinación y sensaciones puras e infantiles, como las que uno experimenta en cualquier arte verdadero». Si se observan las prácticas artísticas contemporáneas –prefiero no citar nombres porque cualquier nómina de artistas sería ridícula e incompleta–, la emergencia del documentalismo, la acción política, las estéticas relacionales, la atención al contexto específico, en definitiva, el alejamiento de la ilusión, podríamos afirmar sin ningún tipo de complejos que nos encontramos en la era de un art-verité. Un arte de la realidad que pretende alejarse del mundo del arte para acercarse al mundo real, al espectador real, un arte de la vida cotidiana que se eleva sobre el mandato de la experiencia y el acercamiento a las cosas mismas. Un arte realmente que, si volvemos a la concepción benjaminiana del aura como aquello que alejaba lo cercano, deberíamos calificar de «postaurático» en todo su sentido. El fin de la representación, del alejamiento; el inicio de una nueva era de lo cercano, la era de la presencia real. Un momento que contrastaría con el pretendido fin de la realidad predicado por las estéticas posmodernas.

Observa Paul Ardenne (Contemporary Practices: Art As Experiencie , París, Dis-Voir, 2001) que el artista de hoy ya no siente la necesidad de crear mundos, revertiendo la célebre definición del arte de Nelson Goodman como «maneras de hacer mundos». Las prácticas contemporáneas que juegan con esta pasión por la realidad se alejan del idealismo artístico y atienden al mundo como algo ya creado sobre lo que es necesario actuar, intervenir y observar. En este sentido cabría entender la idea de postproducción, enunciada recientemente por Nicolas Bourriaud ( Postproducción. Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2004), según la cual todo está dado ya de antemano y al artista queda la tarea de manipularlo, en un trabajo a medio camino entre el de disc-jockey y el de artista del ready-made .

Si la teoría del arte de lo Real parece haber tenido una mayor repercusión en Norteamérica, esta pasión por la realidad parece propia del contexto europeo y, por contaminación, del latinoamericano, tanto en la práctica como en la crítica. Seguramente la mejor aproximación hasta el momento es la realizada por Paul Ardenne, quien ha definido esta mirada a la realidad y la experiencia real del arte contemporáneo bajo el término de «arte contextual» (Un arte contextual . Murcia, Cendeac, 2006): una serie de estrategias, prácticas y experiencias artísticas alejadas de la lógica tradicional de la obra de arte (fuera del museo, de la mercancía, del idealismo, de la creación individual...) que, desde finales de los años cincuenta y hasta la actualidad –si bien los orígenes se rastrean en el realismo de Courbet–, pretenden acercar lo máximo posible el arte a la realidad bruta, situándose respecto a ella en situación de acción, interacción y participación.

El artista contextual borra la línea que lo separa del público e interactúa con éste, convirtiéndose en un actor social implicado, creando en colectividad y subvirtiendo, por tanto, la concepción de artista individual. A diferencia de dicho artista, el contextual no se sitúa fuera de la realidad para mostrarla a los demás, sino in media res, en medio de ella, viviéndola, experimentándola. Por eso, quizá la palabra maestra de esta pasión por la realidad sea «copresencia» –habitar con la realidad–, pero también «actuar pareil et autrement », es decir, con la realidad, dentro de ella, como un ser entre las cosas, pero de una manera distinta a la cotidiana, para enseñar, mostrar y, sobre todo, experimentar otras formas de relación con el contexto. Un contexto que, aunque tiene como lugar esencial la ciudad, cronotipo mitológico de la contemporaneidad, también cabe encontrarlo en el paisaje, en la red... en el espacio público o socialmente significativo, que el artista trabaja alejándose siempre de la ilustración o el decorativismo para quedarse con su aspecto vivencial, haciéndose con él en el sentido entendido por Michel de Certeau al hablar de práctica del espacio.

Este tipo de prácticas, que, si se observa bien, recuperan un cierto pragmatismo en el sentido teorizado por Richard Shusterman (Estética pragmatista. Barcelona, Idea Books, 2002), no son ni mucho menos nuevas, sino que han sido llevadas a cabo de un modo menos sistemático sobre todo desde los sesenta, si bien ahora emergen con mayor profusión, aunque quizá con menos capacidad de subversión, ya que la institución fagocita todo intento de transgredir sus límites. Nathalie Heinich, habla, en este sentido, de un triple juego basado en tres momentos: transgresión, reacción y aceptación (Le triple jeu de l'art contemporain . París, Minuit, 1998). El artista transgrede, el espectador reacciona y el especialista –la institución – acepta. Rainer Rochlitz, dejando al espectador «fuera de juego», propone una versión aún más interesante del modo en que la institución asimila sus transgresiones, al establecer una dinámica de s ubversión y subvención; sólo dos fases, transgresión y aceptación ( Subversion et subvention. Art contemporain et argumentation esthétique . París, Gallimard, 1994). El artista transgrede, y la institución no sólo acepta, sino que, además, subvenciona la transgresión, proporcionando, así, una ilusión de porosidad en la frontera, una ilusión de libertad en el artista. Subvencionando la subversión, el sistema se fortalece a sí mismo.

La pasión por lo Real

En El retorno de lo real (Madrid, Akal, 2001), Hal Foster utilizó la noción lacaniana de «lo Real» para codificar una serie de preocupaciones comunes en el arte, especialmente americano, de los años noventa. Desde entonces el concepto se ha convertido en un término maestro de la crítica de arte –en ocasiones, un significante vacío– utilizado para analizar y examinar un tipo específico de arte que trabaja con el trauma, lo obsceno y la abyección. Partiendo de una lectura traumática del Pop Art, en especial de Warhol, Foster agrupó toda una faz del arte contemporáneo, ejemplificada en artistas como Cindy Sherman, Kiki Smith, Andres Serrano, Robert Gober, Paul McCarthy o Mike Kelley, bajo la idea de un «realismo traumático» que opera «desde lo real entendido como efecto de la representación a lo real como un evento del trauma».

Cuando Foster se refiere a lo Real, lo hace en el sentido que el término tiene para Jacques Lacan. Aunque es de sobra conocido, nunca está de más volver sobre el lugar que el concepto ocupa en el pensador francés. Para Lacan, existen tres registros o dimensiones – dit-mansions– del sujeto: lo Imaginario, lo Simbólico y lo Real. Tres estadios o registros sincrónicos y en constante relación, pero también diacrónicos –Real, Imaginario, Simbólico–, tanto en la configuración del sujeto como en la propia enseñanza de Lacan –y no en el mismo orden. A partir de los años sesenta, Lacan comienza a dejar de lado el pensamiento estructural y la atención a lo Simbólico para centrarse en el estudio de lo Real como lo imposible del sujeto, la dimensión inalcanzable de éste. Si lo Simbólico era el reino del lenguaje, de la ley en tanto que Nombre-del-Padre, lo Real será lo que escapa a la significación, lo que está más allá de la ley, antes de que el sujeto se cree como tal. Lo Real será la prehistoria del sujeto y también aquello a lo que éste tienda. Como señala Massimo Recalcati ( Il vuoto e il resto. Il problema del Reale in Lacan , Milán, CUEM, 2001), no hay una teoría lacaniana de lo Real, porque lo Real excede a cualquier teorización; es el punto ciego del lenguaje, la barra que divide al sujeto en dos, el antagonismo esencial que hace que siempre seamos dos en lugar de Uno.

Esa dimensión de lo Real es también denominada por Lacan das Ding , la Cosa, el vacío primordial que se encuentra fuera del lenguaje, y que, precisamente, por estar «más-allá-del-significado», no puede ser simbolizado. Es ese real de la Cosa lo que sustenta al sujeto, el centro ausente en torno al cual éste gira sin cesar, aquello que aquél persigue, el objeto causa del deseo, el lugar de la jouissance suprema a la que aspira el sujeto. Sin embargo, ese goce supremo –que sería mejor traducir como gozo , casi en el sentido del éxtasis de la mística– es siempre inalcanzable, puesto que está regulado por el principio del placer, esa barrera inaccesible que hace que el sujeto literalmente «se tuerza» al llegar a él y se encuentre en el otro lado. Es el vacío insalvable frente al que el sujeto siempre está o demasiado cerca o demasiado lejos. La Cosa es la extimidad (extimité) del sujeto. Su ausencia centrante, la oquedad que sostiene la estructura borromeica del Real, Simbólico, Imaginario.

Lo Real, en palabras de Lacan, es «lo que vuelve siempre al mismo lugar», si bien cada vez de un modo diferente. Por tal razón sólo puede ser repetido y nunca representado. Su repetición es lo que retorna, y su encuentro produce en el sujeto un cortocircuito, una ansiedad y angustia traumática. Un goce que quema, inaccesible por la misma preservación impuesta por el principio del placer. Cuando el sujeto se acerca demasiado al goce de das Ding , literalmente se desmonta, se de-sujeta. Y eso es lo que, según Foster, sucede en cierto arte postmoderno que literalmente intenta penetrar en lo Real. Uno de los elementos claves de la argumentación de Foster es la vinculación entre el arte excesivo de lo abyecto, lo traumático y lo obsceno con la mirada tal y como es concebida en el esquema perceptivo enunciado por Jacques Lacan en su Seminario XI. Para Foster la clase de arte mencionada anteriormente rasga o sugiere que la pantalla-tamiz , el lugar donde sucede el armisticio entre el sujeto y la mirada, está rasgada, y por esa pantalla rasgada penetra lo Real. Por tal razón este tipo de arte se alejaría de la concepción lacaniana del arte en tanto que doma-ojo y trampa para la mirada.

En lo que sigue me gustaría sugerir que el arte que Foster observa como una «llamada de lo Real» y un intento de acercamiento a lo preedípico por medio del exceso, lo obsceno y la abyección, presenta tan sólo una cara de la moneda. Frente a la estrategia de lo excesivo, podemos encontrar un arte silente, oculto y desaparicionista; un arte que parece dejar de lado el componente visual, quitando, reduciendo, ocultando o haciendo desaparecer todo cuanto hay para ver. Frente el exceso-excedente del arte de las sobras –ése es en definitiva el sentido que en Kristeva tiene lo abyecto, la sobra éxtima – nos encontramos con un arte de lo invisible, o de lo apenas visible donde el exceso se transforma en defecto y el «ver demasiado» en «apenas ver nada».

Si lo Real es también el punto de ruptura del discurso y la fractura del lenguaje, el lugar de lo innombrable, donde la palabra naufraga y surge el silencio, donde uno debe callar; el arte que no muestra nada, que calla, que oculta, reduce o hace desaparecer lo visible, deberá ser, también, y en consecuencia, un arte de lo Real.

La antivisión y lo Real

En el arte contemporáneo reciente, junto a la estrategia de lo obsceno, abyecto y excesivo, es posible delimitar otro camino hacia lo Real, otro tipo de decepción de la mirada. Observemos, a modo de ejemplo, las siguientes cuatro obras producidas en los últimos años.

En 1995 el artista británico Martin Creed, perteneciente a la generación de los YBA (Young British Artists), llevaba a cabo la primera de una serie de instalaciones que, en 2001, le valdrían el prestigioso premio Turner de las artes plásticas inglesas, otorgado por la Tate Gallery. Se trataba de una habitación totalmente vacía, una gran Nada –la obra pasó a ser conocida popularmente como Nothing –, un espacio vacío cuya nihilidad sólo se hallaba paliada por unos tubos de neón que, situados en el techo, se encendían y apagaban rítmicamente, iluminando y oscureciendo el espacio a intervalos de un minuto, mostrando y de-mostrando lo que había para ver, y, al mismo tiempo, proporcionando título a la instalación: The Lights Going On and Off.

En 2001, el mismo año en que le fue concedido a Creed el premio Turner, Teresa Margolles, la artista mexicana fundadora del grupo SEMEFO, exponía en el PS1 de Nueva York una obra titulada Vaporización. Otro espacio vacío. En esta ocasión, las luces no se apagaban y encendían rítmicamente, sino que una neblina espesa no permitía ver con claridad que allí no había nada para ver. El espectador se enteraba después de que aquella bruma había sido producida por la vaporización del agua con la que se lavan los cadáveres en la morgue de la Ciudad de México. Esa misma idea fue reactivada por Margolles en Aire, donde el espacio sí que aparecía completamente definido, pero el aire que se respiraba había sido filtrado por unos vaporizadores de aguas de las utilizadas en la morgue. Los cadáveres se lavan antes y después de la realización de una autopsia. Ese agua recoge el último residuo de la vida, y vuelve a lavar después, constatado el fin del fin.

Al año siguiente, en septiembre de 2002, Santiago Sierra inauguraba el nuevo espacio de la Lisson Gallery de Londres con una obra curiosa: Espacio cerrado con metal corrugado. Sierra había cerrado el acceso a la galería de arte con una gran puerta de metal que impedía el paso incluso a aquellos que habían pagado la obra. Dentro no había nada, o no se podía saber si había algo. La obra clausuraba la galería. No era la primera vez que Sierra obstruía un espacio, ni tampoco, como todos saben, la última. La clausura más famosa la haría al año siguiente en el pabellón español de la Bienal de Venecia, con un muro que impedía el acceso al pabellón, al que sólo se podía entrar por la puerta de atrás previa acreditación de nacionalidad española. Aquello que en Creed era el vacío, la ceguera oscura y la ceguera blanca (casi a lo Saramago), aquí se tornaba imposibilidad; imposibilidad de penetrar al espacio de la galería, impidiendo el paso físico, pero sobre todo el paso de la mirada. En el espacio cerrado de la Lisson Gallery se creó una ansiedad escópica, no porque no se pudiera entrar, sino sobre todo porque no se podía ver. El sujeto sólo puede observar el velo, y queda así completamente escindido entre el lugar en el que está y el lugar en el debiera estar su visión.

Por último, en noviembre de 2002, Josechu Dávila realizaba 158m 3 de polvo en suspensión procedente del Museo Arqueológico Español. La obra consistía en un espacio vacío en el que cuatro ventiladores movían unos restos de polvo que el artista había llevado desde el Museo Arqueológico hasta Puebla, el lugar de la exposición. A cualquier aficionado al arte contemporáneo enseguida le viene a la mente Criadero de polvo, la famosa fotografía de Man Ray que presentaba el Gran Vidrio de Duchamp colmado de polvo. Y es que el polvo es uno de los elementos infraleves por antonomasia que Bachelard define como lo «visible invisible». Aquí actuaba de barrera invisible que hacía que el espectador no pudiera verlo, aunque sí sentirlo, ya que entraba directamente en sus ojos. El polvo además, en esta ocasión, al provenir de un «mausoleo residual» como es un Museo Arqueológico, se presentaba como resto de un resto, como residuo de un residuo, un polvo tautológico, como esa ceniza que queda tras la quema de un cadáver: resto del resto.

Como es lógico, estas cuatro obras no son comparables en muchos aspectos –por no decir en la mayoría–, dado que responden a impulsos artísticos y poéticas radicalmente diferentes. Sin embargo, hay algo que las sitúa dentro de un mismo impulso, un elemento común que las pone en profunda relación, un parecido de familia, un –por decirlo en palabras de Rosalind Krauss– «inconsciente óptico» que las une: una suerte de «antivisión». En todas ellas se articula un espacio vacío en el que no hay nada para ver. No muestran nada al ojo. El elemento escópico –esencial en la producción artística– ha desaparecido. No hay nada para ver. Por tanto: nihilidad escópica. Nihilidad y también frustración, porque, en la contemplación de estas obras, el ojo se frustra: la mirada se inquieta, y en el espectador se produce un profundo efecto de ceguera, de no saber a ciencia cierta qué está viendo, o más bien, qué no está viendo; de no saber a ciencia cierta lo que allí se muestra, o más bien, lo que no se muestra.

En el espectador se produce una especie de eclipse en la visión, un efecto de ceguera transitoria que hace que sea posible afirmar, como ha hecho Subirats en el análisis del «último objeto», que el espectador «no ve nada, no siente nada, no comprende nada. En su desorientación absoluta titubea como un ciego en la infinita noche [...] Nada entiende. No reacciona. Una especie de innominada ataraxia se apodera de todo su ser. En este milagroso instante la rigidez espiritual y muscular de este espectador ideal recuerda en cierta medida el estado de catatonia [...] Es la nada existente. Es lo inexperimentable, incognoscible e inexpresable» (Eduardo Subirats, Culturas virtuales. Madrid, Biblioteca Nueva, 2001).

Este tipo de obras que juegan con la nada, el vacío o el vaciamiento, pero también con la desaparición u ocultación de lo que hay para ver, no son, ni mucho menos, nuevas en la historia del arte, sino que se han desarrollado con profusión a lo largo del siglo XX. De hecho, si algo achacaba una importante parte de la crítica londinense a la obra de Martin Creed era, precisamente, una absoluta falta de originalidad, comparándola con aquel Estado de materia prima de sensibilidad pictórica estabilizada –instalación más conocida como El vacío (1957-1962)– realizado por el francés Yves Klein: otra galería vacía, pintada totalmente de blanco, en la que tampoco había nada expuesto, nada para ver. Un d é jà-vu , o más bien, un d é jà-non-vu .

Se podría afirmar que esta denigración de lo visual se relaciona con una cierta iconoclastia, no sólo como un rechazo a las imágenes, sino como un alejamiento y negación deliberada de lo visible. Quizá ésa sea la razón por la que muchas de las obras incluidas en la exposición Iconoclash (Beyond the Image Wars in Science, Religion, and Art) tengan que ver con este «procedimiento ceguera» o esta, como más adelante la llamaremos, anorexia de la visión. En uno de los textos del catálogo («Dematerialized, Emptiness and Cyclic Transformation», en B. Latour y P. Weibel, Iconoclash. Cambridge, Mass., MIT Press, 2002), Dörte Zbikowski, a través de una relación de ejemplos cuyo origen remonta a Duchamp, presenta una serie de estrategias del arte contemporáneo que están relacionadas con este alejamiento (ocultación) de lo que hay para ver. Ocultaciones como la obra de Sol LeWitt Burried Cube Containing an Object of Importance but Little Value (1968), el Vertical Earth Kilometer (1977) de Walter de Maria; desapariciones o invisibilizaciones, como la Invisible Sculpture de Claes Oldenburg en Central Park (1967) o la de Warhol, cuando en 1985 dejó vacío un pedestal; o vaciamientos, como el llevado a cabo por Yves Klein en su exposición de abril de 1958 Le Vide. Siguiendo con la frase del artista francés «mis cuadros son las cenizas de mi arte», y con su literal desmaterialización de la obra de arte, Zbikowski acaba su texto reflexionando sobre el fuego y la quema y destrucción de la propia obra.

Sería demasiado pretencioso ensayar aquí un catálogo de las estrategias de negación de lo visual. Desde luego, no es algo demasiado estudiado, si bien, a modo de esbozo, podríamos distinguir al menos cuatro: 1) reducción de lo que hay para ver (desde la monocromía pictórica hasta la reducción operada por cierta escultura como la de Carl Andre que, en ocasiones, llega a la propia identificación del suelo); 2) ocultación del objeto visible, cuyo origen estaría en Duchamp (Un ruido secreto) y una de las realizaciones esenciales en Seedbed de Acconci, donde el meollo de la obra está alejado de la visión del espectador; 3) desmaterialización , no tanto en el sentido acuñado por Lucy Lippard cuanto en sentido literal: desolidificación de la obra, como en las esculturas de vapor de Morris o los vahos de Teresa Margolles; y 4) desaparición , una tendencia más dramática que se relacionaría con una poética de la huella y su progresivo desvanecimiento (Ana Mendieta) o incluso con lo que Derrida llamó la ceniza, la imposible reconstrucción de lo perdido, como en Jochen Gerz.

Traigo a colación estos ejemplos, aunque se podrían ofrecer muchos más, de estas obras invisibles que, tal y como ha observado recientemente Galder Reguera («La cara oculta de la luna», Lápiz, 218), también podríamos denominar «obras veladas». Obras que, sin duda, se relacionan con una especie de apófasis o renuncia a la simbolización, algo que tiene que ver también con cierta actitud presente en la literatura hacia el silencio, la mudez o la incomprensibilidad. Una negación de lo visible que opera como procedimiento y, en ciertas ocasiones, como discurso y estrategia retórica. Un proceso centrado, más que en la percepción, en la negación de ésta, al menos en la negación de sus fundamentos.
Aunque las actitudes respondan –y hayan respondido– a condicionamientos y discursos diferentes, sí que es posible atisbar una cierta nachleben en la formalización de las obras: una estética apofática del vacío y la nada, una estética sublime, que lleva al arte al umbral de lo visible, a lo apenas visible. Parece claro, en cualquier caso, que es admisible identificar en cierto arte contemporáneo si no una tendencia, sí al menos una cierta «actitud», una toma de postura contra la visualidad que, retomando un término utilizado por Rosalind Krauss («Antivision», October, 36), podríamos llamar «antivisión», y que sin duda alguna transita por un camino equivalente al trazado por Martin Jay en su estudio del pensamiento avanzado del siglo XX (Downcast Eyes. The Denigration of Vision in Twentieth-Century French Thought. Berkeley, Univ. California Press, 1994) , a saber, una denigración y descrédito de la visión como sentido privilegiado de la modernidad, una crisis en el ocularcentrismo.

Lo siniestro y lo Real

Me gustaría sugerir ahora que estas poéticas antivisuales, en tanto que un arte de la ceguera, se relacionan de modo directo con el concepto freudiano de «lo siniestro». Para Freud, lo siniestro –también traducido como «lo ominoso» o «la inquietante extrañeza »– es «aquella suerte de sensación de espanto que afecta a las cosas conocidas y familiares desde tiempo atrás» («Lo siniestro» [1919], Obras Completas, Madrid, Biblioteca Nueva, 1996). Lo siniestro sería algo con resonancias de lo familiar ( heimlich ) pero que, a la vez, nos es extraño ( unheimlich ), como una especie de déjà-vu que puede llegar a establecer una virtual conexión entre una «noprimera- vez» y una «primera-vez». Algo que acaso fue familiar y ha llegado a resultar extraño e inhóspito, y que precisamente por esa razón nos perturba y nos angustia, porque recuerda algo que debiendo permanecer oculto, ha salido a la luz.

En las poéticas antivisuales, lo siniestro aparece como alteración (reducción, ocultación, desmaterialización o desaparición) de lo dado a ver, como desfamiliarización: quitar de la vista aquello que tendría que estar ahí. Freud instaura un «trauma escópico» de origen a partir del cual la mirada, el ojo, está ligado a la pérdida del objeto y a la angustia causada por no poder ver. Mirar es perder. Y según observa Paul-Laurent Assoun, el sujeto entra en la lógica de la mirada tras contemplar por primera vez la falta en el genital de la madre y no poder comprenderla: «lo que se encuentra entonces es la encarnación de la pérdida en una escena (pre)originaria: la de la separación y la pérdida de la vista , en la que la mirada recibe su impronta primitiva, de dolor [...] La mirada de dolor primitivo nos instruye así sobre el dolorismo de la mirada» ( Lecciones psicoanalíticas sobre la mirada y la voz , Buenos Aires, Nueva Visión, 1997).

Este trauma escópico original se expone de modo literal en las obras antivisuales. Cuando nos encontramos ante una galería de arte cerrada, un espacio vacío, una escultura de humo... cuando lo que esperamos ver nos es quitado de la vista, llevado a otro lugar, el ojo se inquieta y queda mudo. El falo, que desde un principio es identificado con el ojo y la mirada, no puede penetrar en ninguna superficie y, por tanto, su goce queda aplazado, más aún, desplazado a otro lugar, pero siempre dejando alguna huella, algún resto de lo visible. Mostrando lo «apenas visible», lo antivisual se sitúa en el umbral de la mirada, atrayendo al ojo para después frustrarlo.

El miedo a que nos arranquen los ojos es quizá la transposición metafórica más efectiva de lo siniestro. Esa sensación que sucede a menudo en la «contemplación» de las obras antivisuales, en ocasiones se cumple literalmente, como en la obra de Josechu Dávila examinada más arriba, que parece una ilustración de El arenero, el cuento de Hoffman que inspira a Freud. En el cuento, el arenero aparece como «un hombre malo que viene a ver a los niños cuando no quieren dormir y les arroja puñados de arena a los ojos, haciéndolos saltar de sus órbitas». En 158m 3 de polvo en suspensión procedente del Museo Arqueológico Español el espectador tiene esa sensación de que alguien le arroja arena a los ojos, y, además, su mirada se eclipsa porque no hay nada para ver. La castración tiene lugar en el ojo, que se ciega y angustia, inquietando y despertando al sujeto.

Lo siniestro, como el propio Freud apuntó, es el lugar donde más cerca está la estética del psicoanálisis; de ahí que se haya argumentado en más de una ocasión que Freud lo trata como una categoría estética del mismo calado, por ejemplo, que lo sublime (Eugenio Trías, Lo bello y lo siniestro . Barcelona, Seix Barral, 1982). Una vuelta de tuerca a lo anterior sería vincular lo siniestro freudiano con lo Real lacaniano, algo que, aunque pudiera parecer evidente, no ha sido enfatizado tanto como se debiera. Es ciertamente extraño que Hal Foster, aun habiendo analizado lo siniestro como un tropo que se repite en todas las formas del surrealismo (Compulsive Beauty . Cambridge, The MIT Press, 1993), sin embargo, no haya notado tal vinculación en El retorno de lo real, donde, sin embargo, examina la relación entre el punctum de Barthes y la tyché que Lacan toma de la causalidad aristotélica, como el encuentro fallido entre el sujeto y lo Real. En el recientemente publicado Seminario X, L'Angoisse , Lacan realiza una lectura atenta del texto de Freud y relaciona el sentimiento de angustia que se produce en el sujeto ante la contemplación de las formas de «lo siniestro» con la dimensión de lo Real (Le Séminaire. Livre X. L'Angoisse . París, Seuil, 2004). El objeto de la angustia para Lacan aquí será el excedente del proceso de entrada en lo Simbólico, ese recuerdo constante de lo Real. «El verdadero problema –sostiene Lacan– surgirá cuando falte la falta; allí aparece la angustia». La angustia, por tanto, será producida por la emergencia de lo Real –la falta primordial «sin fisuras»– en lo Simbólico, como una escisión que recuerda que somos «no-todo». Lo siniestro, para Lacan, es la muestra palpable de la imposibilidad de lo Real. La contemplación de lo vacío nos indicará, entonces, la imposibilidad de llenarlo todo, la imposibilidad de conseguir la jouissance ; el vacío, la nada o la casi nada nos confronta con el objeto causa del deseo en su desnudez, mostrando la falta de la falta.

Debemos entender lo «siniestro lacaniano» como aquello que nos abre –para no entrar, por supuesto– las puertas de lo Real, produciendo un cortocircuito en lo Simbólico, un corte en el lenguaje por el que penetra lo innombrable. En The Matrix , el film de los hermanos Wachowsky, hay un momento en el que Neo, tras contemplar un gato negro, tiene la sensación de haber visto eso antes y lo comunica a Trinity, quien, acto seguido, le advierte: «un déjà vu suele ser un fallo en Matrix, ocurre cuando cambian algo». El déjà vu , que es una de las formas por antonomasia de lo siniestro, se muestra aquí como un fallo en lo Real. Cuando, en Matrix, no tiene esa sensación, se acaba de abrir una puerta por la que se introducen agentes de la red. Es decir, lo siniestro aparece como portal de acceso a lo Real, como lugar de «emergencia» en la red, como una muestra de que el sujeto está «demasiado cerca». Lo siniestro, en resumen, nos confronta con lo Real. Y esta lectura ha conducido a Andrea Bellavita, en el que es quizá el mejor estudio sobre las correspondencias entre lo siniestro, el pensamiento lacaniano y lo visual, a concluir que lo siniestro «es el lugar de emergencia de lo Real en lo Simbólico» Schermi perturbanti: per un'applicazione del concetto di unheimliche all'enunciazione cinematografica. Milán, Vita&Pensiero, 2005).

Lo siniestro lacaniano no intenta satisfacer la pulsión y recubrir lo Real para tapar una falta, como sostiene la concepción fantasmática freudiana, sino que se ha de comprender como un intento deliberado de agujerear lo real y trazar una grieta de «acceso» a esa dimensión faltante en la que el sujeto es Uno. Es la evidencia de la «falta de la falta», de ahí la angustia que produce su contemplación. Quizá venga bien recordar la distinción realizada por Wajcman entre un arte freudiano, que tapa o recubre, y otro, lacaniano, que agujerea ( El objeto del siglo , Buenos Aires, Amorrortu, 2002). Lo siniestro será, así, el más certero proceder para intentar descorrer el velo que recubre la falta y horadar la iconostasis de lo Real.

Todo lo anterior nos lleva a afirmar que el arte, que de suyo bordea lo real, cuando, como sucede en las estrategias antivisuales, trabaja mediante lo que podríamos llamar «procedimiento siniestro », como lugar de emergencia de lo Real, es el medio más efectivo para llevarnos lo más cerca posible de das Ding y conseguir, como el punctum del que habla Barthes en La cámara lúcida , punzarnos, inquietarnos, tambalearnos y de-sujetarnos; todo lo contrario que la imagen-espectáculo, donde, como aquel joven protagonista de La naranja mecánica, somos literalmente sujetados con los postigos de hierro de la visión.

Anorexia y bulimia

En otro lugar he sugerido que la pantalla-tamiz del esquema lacaniano se ha llenado e hipertrofiado tras el desplazamiento desde el arte hasta la imagen-espectáculo de la «trampa para la mirada», según la definición lacaniana del arte. Esa pantalla, que hacía posible el señuelo, era la pantalla de negociación entre el objeto y el sujeto, entre la mirada y el ojo. En la imagen-espectáculo, podemos decir, la pantalla se ha opacado y llenado de señuelos, tanto que apenas deja traslucir siquiera que tras ella hay algo de Real, que tras ella está la mirada.

Si volvemos a las prácticas analizadas por Foster en El retorno de lo real y las confrontamos con las que llamamos antivisuales, podríamos decir que ambas constituyen dos modos de acercamiento a lo Real, una por exceso y otra por defecto. Podríamos hablar de «realismo traumático» y «realismo apofático», dos intentos de vaciar esa pantalla-tamiz lacaniana para los que se utilizan dos estrategias extremas: anorexia y bulimia, defecto y exceso de visión; nunca el equilibrio del señuelo. Estrategias que actúan a la manera de un diurético, adelgazando la pantalla para llegar a lo Real.

Quizá el mejor modo de entender la dialéctica que se produce entre lo traumático y lo apofático, entre ver demasiado y ver apenas nada, sea posicionar ambas actitudes en una banda de Moebius, esa superficie continua en la que interior y exterior se confunden y lo que estaba en un lado acaba en el lado contrario y viceversa. La banda se constituye en torno a un centro ausente que se bordea por arriba y por abajo. Anorexia y bulimia girarían, pues, alrededor del punto ciego de lo Real. Y es que, como sostiene Recalcati, lo vacío y lo sobrante son caras diferentes de la misma moneda, y «en el corazón de todo, se desvela la nada: la imposibilidad para el sujeto de reencontrar en el objeto la Cosa» (Clínica del vacío. Anorexias, dependencias, psicosis, Madrid, Síntesis, 2003).

En cierto modo, se podría argumentar también que ambas estrategias diuréticas son producto de la misma patología que sufre el sujeto contemporáneo: la ceguera histérica, una ceguera por haber visto la escena primordial, el vacío esencial. Ante dicha escena, ante la evidencia de que tras el señuelo no hay nada –y ante la ausencia del propio señuelo–, se pierde el equilibrio, el arte se tambalea... y ya nunca más podrá ver –ni ser visto– igual que antes. Esa escena primordial es siempre demasiado traumática. Ante ella el sujeto siempre llega demasiado pronto o demasiado tarde. Anorexia / escopofobia; bulimia / escopofilia. Tras el tambaleamiento de la pantalla ante la contemplación del vacío, tiene lugar un corrimiento, un dramático deslizamiento: del lado del objeto (escopofobia -desaparición-anorexia), o del lado del sujeto (escopofilia -presencia obscena-bulimia). Y la pantalla, que siempre había estado fija en el pensamiento de Lacan, se «nomadiza», se «moviliza», deja de estar quieta y se desplaza desde el centro hacia la x, en un vaivén mareante, sujeto-mirada, mirada-sujeto, como un tonel sin amarre en un barco un día de marejada.

Ante un fondo de imágenes, ante el equilibrio y la transparencia, ya sólo nos vale el desequilibrio de lo visual, la inestabilidad de lo apenas visible o lo demasiado visible. La decepción de la mirada. Lo infra y lo supra. La sombra y la sobra. La oscuridad y el resto. La so(m)bra. Desaparecer o vomitar.


Publicado originalmente en Revista de Occidente Nº 297, 2006
UCAM, Subdirector del CENDEAC, Crítico de Arte