EL EROSTISMO, LA MUERTE Y "EL DIABLO"[1]
por George Bataille

Primeramente debemos retomar las cosas desde lejos. Sin lugar a dudas podría hablar del erotismo en detalle sin tener que hablar del mundo en que se realiza. Me parecería vano, sin embargo hablar del erotismo independientemente de su nacimiento, de las condiciones primeras en las cuales no es dado. Sólo el nacimiento del erotismo, a partir de la sexualidad animal, ha puesto en juego lo esencial. Sería inútil tratar de comprender el erotismo si no podemos hablar de cómo fue en su origen.
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No puedo dejar de evocar, en ese libro, el universo del cual el hombre es el productor, el universo del cual es precisamente el erotismo quien lo desvía. Si para comenzar se considera la historia, la historia de los orígenes, el desconocimiento del erotismo entraña evidente errores. Pero si queriendo comprender al hombre en general quiero en particular comprender el erotismo, se me impone una obligación: de darle, antes que nada, el primer lugar al trabajo. Desde un extremo a otro de la historia el primer lugar pertenece al trabajo. El trabajo es seguramente el fundamente del ser humano.
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Desde un extremo al otro de la historia, desde los orígenes (es decir desde las prehistoria)...
Por otra parte la prehistoria no es diferente de la historia sino en razón de la pobreza de los documentos que la fundan. Pero es necesario decir que sobre este punto fundamental los documentos más antiguos y más abundantes concierne al trabajo. En rigor, encontramos osamentas, tanto de los hombres como de los animales que cazaban y de los cuales, en principio, se alimentaban. Pero son los instrumentos de piedra los documentos más numerosos entre aquellos que nos permiten introducir un poco de luz en nuestro pasado más lejano.
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Las investigaciones de los prehistoriadores nos ofrecen innumerables piedras talladas cuyo emplazamiento nos da la mayoría de las veces su edad relativa. Dichas piedras fueron trabajadas para responder a un uso. Unas sirvieron de armas y otras de herramienta. Las herramientas, que servían para la fabricación de nuevas herramientas, eran necesarias al mismo tiempo para la fabricación de armas: coups de poing, hachas, venablos, puntas de flecha... que podían ser de piedra, pero para los cuales los huesos de los animales muertos muchas veces ofrecían la materia prima.
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Es el trabajo el que desgaja al hombre de la animalidad inicial. Por medio del trabajo el animal se vuelve humano. El trabajo fue antes que nada el fundamento del conocimiento y de la razón. La fabricación de los instrumentos y de las armas fue el punto de partida de esos primeros razonamientos que humanizaron al animal que éramos. El hombre, manipulando la materia, supo adaptarla al fin que le asignaba. Pero esta operación no sólo cambia la piedra, a la cual los fragmentos que le arrancaba le daban la forma deseada; el hombre se cambia a sí mismo: evidentemente fue el trabajo, quien hizo de él un ser humano, el animal razonable que somos.
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Pero si es cierto que el trabajo es el origen y la clave de la humanidad, a lo largos los hombres, a partir del trabajo, se alejaron totalmente de la animalidad. Se alejaron particularmente en el plano de la vida sexual. Primero había adaptado su actividad en el trabajo a la utilidad que le asignaban. Pero no fue solamente en el plano del trabajo que se desarrollaron: fue en el conjunto de su vida que hicieron responder sus gestos y su conducta al fin perseguido. La actividad sexual de los animales es instintiva; el macho que busca a la hembra y la cubre responde sólo a la agitación instintiva. Pero habiendo accedido por medio del trabajo a la conciencia del fin perseguido, los hombres se alejaron por lo general de la pura respuesta instintiva discerniendo el sentido que dicha respuesta tenía para ellos.
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Para los primeros hombres que tuvieron conciencia, el fin de la actividad sexual no debió ser el nacimiento de los hijos sino el placer inmediato que resultaba de ella. El movimiento instintivo iba en el sentido de la asociación de un hombre y una mujer con vista a la alimentación de los hijos, pero en los límites de la animalidad esta asociación sólo tenía sentido luego de la procreación. La procreación no era, al principio, un fin conciente. En su origen, cuando el momento de la unión sexual respondía humanamente a la voluntad consciente, el fin que se daba era el placer, era la intensidad, la violencia del placer. En los límites de la conciencia la actividad sexual respondía en primer término a la búsqueda calculada de transportes voluptuosos. Inclusive en nuestros días existen poblaciones arcaicas que ignoran la relación necesaria entre la unión voluptuosa y el nacimiento de los hijos. Humanamente, tanto la unión de los amantes como de los esposos no tiene al principio más que un sentido, y este es el del deseo erótico: el erotismo difiere del impulso sexual animal por cuanto significa, en principio y de igual manera que el trabajo, la búsqueda consciente del fin que es la voluptuosidad. Este fin no es, como sucede en el trabajo, el deseo de una adquisición, de un acrecentamiento. Únicamente el hijo representa una adquisición, pero el primitivo no ve la adquisición efectivamente benéfica del hijo como resultado de la unión sexual; para el hombre civilizado la venida al mundo del hijo ha perdido el sentido benéfico -materialmente benéfico- que tenía para el salvaje.
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Es cierto que en nuestros días la búsqueda de placer considera como un fin es a menudo mal juzgada. No se adapta a los principios sobre los que se funda la actividad sexual actualmente. En efecto, la búsqueda voluptuosa, que no es condenada, no por eso deja de ser considerada de manera tal que, dentro de ciertos límites, es mejor no hablar de ella. No obstante, una reacción que a primera vista no es justificable, no por eso deja de ser menos lógica. En una reacción primitiva, que por otra parte no deja de actuar, la voluptuosidad es el resultado previsto del juego erótico. Pero el resultado del trabajo es la ganancia: el trabajo enriquece. Si el resultado del erotismo es considerado en la perspectiva del deseo, con independencia del posible nacimiento de un hijo, es una pérdida a la cual responde la expresión paradojalmente válida de "pequeña muerte". La "pequeña muerte" tiene pocas cosas que ver con la muerte, con el frío horror de la muerte... Mas, ¿desaparece la paradoja cuando está en juego el erotismo?
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El hombre, a quien la conciencia de la muerte opone al animal, también se aleja de éste en la medida en que el erotismo substituye el instinto ciego de los órganos por el juego voluntario, por el cálculo del placer.
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[1] Georges Bataille, "El trabajo y el juego", en Las lágrimas de eros, editorial Lunaria, pp. 23-30.
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CONTRA LA INTERPRETACIÓN (Selección de Fragmentos)
por Susan Sontag

El contenido es un atisbo de algo,
un encuentro como un fogonazo.
Es algo minúsculo, minúsculo, el contenido.
William De Kooning, en una entrevista

Son las personas superficiales las únicas
que no juzgan por las apariencia.
El misterio del mundo es lo visible,
no lo invisible.
Oscar Wilde, en una carta

1

La más antigua experiencia del arte tiene que haberlo percibido como encantamiento o magia; el arte era el instrumento del ritual (las pinturas de las cuevas de Lascaux, Altamira, Niaux, La Pasiega, etcétera). La primera teoría del arte , la de los filósofos griegos, proponía que el arte era mimesis, imitación de la realidad.

Y es en este punto donde se planteó la cuestión del valor del arte. Pues la teoría mimética, por sus propios términos, reta al arte a justificarse a sí mismo.

Platón, que propuso la teoría, lo hizo al parecer con la finalidad que el valor del arte es dudoso. Al considerar los objetos materiales ordinarios como objetos miméticos en sí mismos, imitaciones de formas o estructuras trascendentes, aun la mejor pintura de una cama sería sólo una “imitación de una imitación”. Para Platón, el arte no tiene una utilidad determinada (la pintura de una cama no sirve para dormir), ni es, en sentido estricto, verdadero. Y los argumentos de Aristóteles en defensa del arte no ponen realmente en tela de juicio la noción platónica de que el arte es un elaborado trompe l’ oiel, y, por tanto, una mentira. Pero sí discute la idea platónica de que el arte es inútil. Mentira o no, el arte tiene para Aristóteles un cierto valor en cuanto constituye una forma de terapia. Después de todo, replica Aristóteles, el arte es útil, medicinalmente útil, en cuanto suscita y purga emociones peligrosas.

En Platón y Aristóteles la teoría mimética del arte va pareja con la presunción de que el arte es siempre figurativo. Pero los defensores de la teoría mimética no necesitan cerrar los ojos ante el arte decorativo y abstracto. La falacia de que el arte es necesariamente un “realismo puede ser modificada o descartada sin trascender siquiera los problemas delimitados por la teoría mimética.

(...)

2
Ninguno de nosotros podrá recuperar jamás aquella inocencia anterior a toda teoría, cuando el arte no se veía obligado a justificarse, cuando no se preguntaba a la obra de arte que decía, pues se sabía (o se creía saber) que hacía. Desde ahora hasta el final de toda conciencia, tendremos que cargar con la tarea de defender el arte. Sólo podremos discutir sobre este u otro medio de defensa. Es más: tenemos el deber de desechar cualquier medio de defensa y justificación del arte que resulte particularmente obtuso, o costoso, o insensible a las necesidades y a la práctica contemporáneas.
Éste es el caso, hoy, de la idea misma de contenido. Prescindiendo de lo que haya podido ser en el pasado, la idea de contenido es hoy sobre todo un obstáculo, un fastidio, un sutil, o no tan sutil, filistéismo

Aunque pueda parecer que los progresos actuales de las diversas artes nos alejan de la idea de que la obra de arte es primordialmente su contenido, esta idea continúa disfrutando de una extraordinaria supremacía. Permítanme sugerir que eso ocurre porque la idea se perpetúa ahora bajo el disfraz de una cierta manera de enfrentarse a las obras de arte, profundamente arraigada en la mayoría de las personas que consideran seriamente cualquiera de las artes. Y es que el abusar de la idea de contenido comporta un proyecto, perenne, nunca consumado, de interpretación. Y, a la inversa, es precisamente le hábito de acercarse a la obra de arte con la intención de interpretarla lo que sustenta la arbitraria suposición de que existe algo asimilable a la idea de contenido de una obra de arte.

3

(...)

En nuestra época, sin embargo, la interpretación es aún más compleja. Pues el celo contemporáneo por el proyecto de interpretación no suele ser suscitado por la piedad hacia el texto problemático (lo cual podría disimular una agresión), sino por una agresividad abierta, un desprecio declarado por las apariencias. El antiguo estilo de interpretación era insistente, pero respetuoso. El moderno estilo de interpretación excava y, en la medida que excava, destruye; escarba hasta “más allá del texto” para descubrir un subtexto que resulte verdadero. Las doctrinas más celebres e influyentes, la de Marx y la de Freud, son en realidad sistemas hermeneúticos perfeccionados, agresivas e impías teorías de la interpretación. Todos los fenómenos observables son catalogados, en frase de Freud, como contenido manifiesto. Este contenido manifiesto debe ser cuidadosamente analizado y filtrado para descubrir debajo de él el verdadero el significado, el contenido latente. Para Marx, los acontecimiento sociales, como las revoluciones y las guerras; para Freud, los acontecimientos individuales (como síntomas neuróticos y deslices del habla), al igual que los textos (como un sueño o una obra de arte), todo ello, está tratado como pretexto para la interpretación. Según Freud y Marx estos acontecimientos sólo son intangibles en apariencia. De hecho, sin interpretación, carecen de significado. Comprender es interpretar. E interpretar es volver a exponer el fenómeno con la intención de encontrar su equivalente.

Así pues, la interpretación no es (como la mayoría de las personas presume) un valor absoluto, un gesto de la mente situado en algún dominio intemporal de las capacidades humanas. La interpretación debe ser a su vez evaluada, dentro de una concepción histórica de la conciencia humana. En determinados contextos culturales, la interpretación es un acto liberador. Es un medio de revisar, transvaluar, de evadir el pasado muerto. En otros contextos es reaccionaria, impertinente cobarde, asfixiante.

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La actual es una de esas épocas en que la actitud interpretativa es en gran parte reaccionaria, asfixiante. La efusión de interpretaciones del arte envenena hoy nuestras sensibilidades, tantos como los gases de los automóviles y de la industria pesada enrarecen la atmósfera urbana. En una cultura cuyo ya clásico dilema es la hiperfobia del intelecto a expensas de la energía y la capacidad sensorial, la interpretación es la venganza que se toma el intelecto sobre el arte.

Y aún más. Es la venganza que se toma el intelecto sobre el mundo. Interpretar es empobrecer, reducir el mundo, para instaurar un mundo sombrío de significados. Es convertir el mundo en este mundo (¡”este mundo”! ¡Como si hubiera otro!)

El mundo, nuestro mundo, está ya bastante reducido y empobrecido. Desechemos, pues, todos sus duplicados, hasta tanto experimentemos con más inmediatez cuanto tenemos.
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